Los sastrecillos valientes
Dan un poco de grima esos seguidores espontáneos de los cuentecillos de los Hermanos Grimm que a la manera del sastrecillo valiente presumen de haber liquidado a no menos de siete moscas de un solo manotazo. Ahí está, sir ir más lejos, ese sujeto apodado El Bigotes, un tipo de perseguidor muy poco cortazariano que está más repetido que los cromos y cuyas características básicas conocemos todos a mayor o menor escala, según los posibles de nuestra economía. Es el tipo que no aparece en los títulos de crédito pero sí en las facturas de catering a cuenta de un suministro abusivo de canapés de supermercado, el mismo que te regala un traje más o menos a medida si le resuelves unas goteras de nada en el baño de su segunda residencia a fin de conectar de paso con un promotor inmobiliario, el mismo también que, llegado el caso, hará de celestina o correveidile (the go beetwen, en la Educación por la Ciudadanía que quería implantar el flan chino mandarín Font de Mora) a poco que se lo sugieras, y que además se ocupará de que sus esbirros eliminen tirando de fregona cualquier rastro no grabado del encuentro. Toda precaución con esa gente es poca, pues se rigen por una disparatada lógica de la autodestrucción a crédito que incluye la maldición de que otros caerán conmigo si a mí me trullan o salgo en los papeles.
El síndrome del sastrecillo valiente no es exclusivo de los salteadores de caminos próximos al poder, ni siquiera de quienes aspiran a detentarlo en exclusiva y, como quien dice, de por vida. La ambición del político es perpetuarse más allá del engorroso calendario marcado por las legislaturas sucesivas, o al menos de conservar alguna de sus parcelas una vez abandonada la cartera a cambio de quedarse con su contenido, y ahí tienen al gran Fraga Iribarne como ejemplo donde los haya, una persona digna de admiración en todos los sentidos excepto el del tacto. Es un síndrome muy extendido entre los escritores, quizás más vanidosos todavía que los políticos de primera fila. ¿Ejemplos? A porrillo. Javier Marías ha hecho una colección de novelas insufribles cuyo mayor acierto es haberlas titulado con una dicción shakespeariana fuera de contexto. Pero, además, es columnista, y ahí se permite, además de quejarse de todo con una contumacia realmente curiosa y ajena en todo al arte, sugerir que Fellini estaría "sobrevalorado". Se ve que no ha visto con la suficiente atención una peli tan delicada en todos sus matices como Ocho y medio, donde el guionista Tullio Pinelli hacía de las suyas poniendo las cosas en su sitio exacto.
Iba a seguir con Muñoz Molina y su aseada prosa de sacarina o con un Arcadi Espada persuadido desde su limbo particular de que la verdad es la verdad, la diga Pedro Jota o su porquero, sólo que ya no se sabe quién es el gorrino que se ocupa de los cerdos. Hay mucho sastrecillo valiente por ahí dispuesto a cantarle las cuarenta al sol del mediodía, pero tal vez ninguno como ése que al parecer se desplazaba desde Madrid a tomarle la medida a Ricardo Costa, y se ve que se la tomó con toda exactitud, aunque no se sabe si también confeccionaba sus ropajes de siete en siete. Al final de este cuento nadie se casará con la princesa ni se comerán otras perdices que las escabechadas y de lata, no vaya a ser que los cerros de Úbeda se confundan con el ball de Torrent. Y nada, mientras tanto Francisco Camps es festejado por todos los suyos a cuenta de no sé qué oportuna conferencia en la que nada dirá de lo mucho que tiene que decir, así que se diría que lo que en realidad se celebra es el día de su santo. En fin, santificado queda y en familia.
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