El peso del pasado
El pronunciamiento de los ciudadanos en unas elecciones pone a cero el contador de las responsabilidades políticas de los dirigentes que se someten al juicio de las urnas, pero no borra el pasado. Esto último es algo que debería tener muy en cuenta el PNV, tan entregado desde siempre al cultivo de la memoria, cuando se topa con la resistencia del PSE a considerar cualquier posibilidad de colaboración que no venga antecedida por la presencia de Patxi López como lehendakari del futuro Gobierno.
Y sin embargo, pocas veces como ahora se dan unas circunstancias tan favorables para que se produzca un entendimiento entre los dos partidos más antiguos y asentados de la comunidad autónoma. Los resultados del 1 de marzo presentan un hipotético gobierno de coalición entre ambos como la fórmula con más solidez parlamentaria y mayor respaldo ciudadano. Además, la situación de emergencia económica reclama un Ejecutivo fuerte y con gran capacidad de maniobra, que no se vea mediatizado por la búsqueda de apoyos circunstanciales. A su vez, la propuesta de prioridades ofrecida por Iñigo Urkullu la misma noche electoral -crisis, autogobierno y paz- y desarrollada el jueves en la primera entrevista de las delegaciones negociadoras del PNV y del PSE definen el núcleo de un programa de actuación plausible para ser llevado a cabo mediante un "acuerdo de amplia base" establecido "entre diferentes", como ha indicado el presidente de peneuvista eligiendo cuidadosamente las expresiones centrales del mensaje de Patxi López.
Lo ocurrido en los últimos doce años no puede taparse con el mero olvido
Aceptar la holgada victoria del PNV no resuelve su falta de apoyos
Pero... Casi todo tiene una objeción, un reparo. Y en este caso el obstáculo es enorme. Está amasado con memoria y agravio, y ha solidificado durante los últimos doce años. Un periodo en el que los socialistas vascos se sintieron desamparados (los populares han vivido el trance con distinto grado de amargura) por un nacionalismo gobernante, que se desentendió de la mitad de la sociedad vasca para dedicarse a buscar el cumplimiento de sus sueños. Primero, de la mano de quienes no hacían ascos al asesinato de representantes políticos de la oposición, y después contando con sus votos en los momentos cruciales. Ese profundo sentimiento de desamparo es el que ha fraguado la reflexión, ya política, que impulsó la aspiración de desplazar al PNV del Gobierno en cuanto se dieran las condiciones democráticas para hacerlo. Aunque la acción dificulte la estabilidad parlamentaria del Gobierno de Rodríguez Zapatero.
Durante mucho tiempo se creyó que permitir que el nacionalismo patrimonializara el autogobierno era la mejor fórmula para mantener sus ambiciones en unos cauces conllevables y acabar con la violencia terrorista. De Lizarra a esta parte se ha volatilizado esa confianza, al tiempo que se cimentó la pulsión del cambio como una necesidad saludable, más que como deseo de alcanzar el poder. Sólo no entendiendo este proceso político-emocional -y el PNV ya ha mostrado que la empatía no es su fuerte- puede sorprender que el candidato socialista no renuncie a ser investido lehendakari cuando puede contar con los 38 votos de la mayoría absoluta, pese a las incertidumbres y debilidades objetivas de la gobernación posterior.
Una revisión sincera por parte del PNV de la política seguida en este tiempo que ha quedado atrás habría ayudado a ensayar la nueva etapa a la que invitan los resultados electorales y la coyuntura. El partido de Sabino Arana, sin embargo, no conoce la autocrítica, sino que incorpora las equivocaciones a su cuerpo doctrinal y las corrige discretamente en la práctica. La falta de ese reconocimiento explícito supone un escollo añadido para una opción prácticamente cerrada de antemano. Ni la reconversión de Ibarretxe de pastor de pueblos a gestor abnegado, ni su calculado eclipse tras ganar las elecciones, ni la evaporación del tripartito, ni los apremios de la crisis son suficientes para hacer olvidar el pasado.
Aceptar la holgada victoria y la indiscutible condición de mayoría minoritaria del PNV no resuelve su insuficiencia para garantizar la elección parlamentaria de su candidato. Por ello, cuestionar la legitimidad de que le dispute la Lehendakaritza quien puede reunir los 38 votos necesarios para obtenerla -lo legítimo y lo legal suelen coincidir en política- no es una buena táctica. Quizá reforzará la sensación de desahucio injusto que puedan experimentar muchos nacionalistas, pero no parece que vaya a tener fuerza disuasoria. Desahogos desafortunados como el del "golpe institucional" pueden incluso reforzar la necesidad del cambio por parte de quienes lo anunciaron como objetivo antes y durante la campaña electoral y ahora están en condiciones de propiciarlo.
Seguramente, de aquí a la sesión de investidura asistiremos a muchas maniobras en las que las advertencias intimidatorias abrirán paso a renuncias y ofrecimientos difícilmente rechazables. Se han adelantado algunos, como compartir la Lehendakaritza por turnos, sin que estén al frente Ibarretxe ni López. Pueden imaginarse otros, como un lehendakari independiente y reparto más o menos equilibrado de las consejerías entre el PNV y el PSE. Sin embargo, atender razonablemente las necesidades del presente no puede hacerse a costa de echar paletadas de olvido a un pasado que está demasiado vivo todavía y que seguramente requiera la depuración del cambio. Con todos sus riesgos y vértigos.
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