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Columna
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Quince días de septiembre

El martes, los profesores realizaron un tibio amago de huelga consistente en cruzarse de brazos durante la primera sección del horario lectivo. Es presumible que la cosa no llegue más lejos: la gran flaqueza del gremio docente, la que lo convierte en la víctima propiciatoria de la Administración y le hace tragar sin chistar todos los despropósitos que han convertido su profesión en chirigota o suplicio, radica precisamente en su carencia de organización, de respuesta unitaria, mediante paros o movilizaciones, al estamento que legisla para él sin tenerlo en cuenta. Aunque los motivos de protesta pueden aumentarse hasta el infinito, los del martes tenían que ver con la ampliación del calendario escolar. Con el fin de reforzar la calidad de la enseñanza que nuestros hijos reciben en los centros y de facilitar la conciliación de la vida familiar y laboral (sigo en toda esta crónica la jerga propagandística del gobierno), la consejería decide adelantar el inicio del curso y eliminar esos 15 días de septiembre que le servían de airbag entre la rutina y el verano.

Los profesionales de la educación desconfían: desconfían de las verdaderas razones del recorte, porque dicha medida chuscamente demagógica no mejorará un ápice la pésima calidad de las aulas; desconfían del estado final del calendario, porque la quincena que hasta ahora servía para realizar exámenes de recuperación y preparar con un mínimo de previsión el año que entra deberá retrasarse a junio, lo cual significa interferencia con el fin de año previo, anarquía y guirigay; la desconfianza se traduce en una leve voz de advertencia por parte de los sindicatos; a los sindicatos responden las asociaciones de padres, quienes acusan a los profesores de corporativismo e incuria; y por último, como colofón por el momento, tenemos este terrible gesto de enfado de una hora sin dar clase, decisión tan audaz como drástica, que sin duda hará temblar a los cerebros de la administración en sus despachos y generará un interminable dominó de dimisiones y ceses en las altas esferas. Así de feroces son los maestros de escuela.

Recuerdo al respetable que España en general, y Andalucía en particular, han obtenido algunas de las peores calificaciones en el baremo internacional de niveles de capacidad educativa (el tan voceado informe Pisa), y que lo que se enseña en nuestros colegios está entre lo más malo que puede ofrecer el perverso universo de la pedagogía. Las causas de ello son múltiples: planes de estudio mal redactados, llevados a cabo por individuos que desconocen la práctica de la docencia, que necesitan ser corregidos, rectificados y deshechos de curso en curso por falta de adecuación a la realidad; dotación insuficiente de los centros, que muy a menudo deben lidiar con materiales del pleistoceno y aun antes, y que pese a esa publicidad embustera sobre la informatización de las aulas y demás sandeces, a veces no cuenta con artículos de primera necesidad como pizarras y pupitres, por no hablar de la calefacción; problemas constantes de disciplina con alumnos al filo de la delincuencia, ante los que unos profesores sin respaldo legal no pueden sino ofrecer la otra mejilla o arrojarse a la baja por depresión; desatención flagrante por parte de la administración a la hora de suplir esas bajas, de distribuir a los alumnos en clases con un número razonable de miembros, de adjudicar plazas de profesor en razón de las necesidades de los educandos y no de la racanería del tesorero de turno.

Ahora pretenden hacernos creer que todo este rosario de catástrofes, y aun otras que me callo, van a resolverse gracias al adelanto del curso en dos semanas. Me parece que nuestra Consejería de Educación no trabaja para colegios de ladrillo y hormigón, sino para la Escuela de Magia de Hogwarts. Así, claro.

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