Divino tesoro
La juventud era una enfermedad que se curaba con el tiempo, pero ya la hemos convertido en enfermedad crónica. Los chicos están tan desmejorados que para salir a flote no sólo necesitan el dinero de sus padres, sino también el de sus tíos, sus abuelos y sus vecinos de escalera, vamos, el de los contribuyentes. Y es que uno oye a los políticos (y a los jóvenes con vocación de serlo un día) y concluye que ser joven es arduo y denodado. El calvario que soportan jamás podría concebirlo un anciano, un enfermo o un impedido.
Hemos convertido a los jóvenes en enfermos imaginarios. El pensamiento dominante hace de ellos trasuntos del personaje de Moliere. Ser joven: vaya patología. Ante seres tan frágiles y endebles, los políticos acuden, diligentes, con el maletín de primeros auxilios y el equipo de ventilación asistida. La juventud lloriquea y los políticos ponen a calentar el biberón del presupuesto público; y les cantan la nana de que los mayores son tontos, malvados y egoístas. Es curioso que, aun reconociéndose tontos, malvados y egoístas, los políticos pidan a los jóvenes (bien preparados, solidarios y honestos, según les cuentan sin cesar) su voto para seguir mandando.
Claro que el voto, en las democracias subvertidas, importa un precio, y por eso los jóvenes, soliviantados ante la palmaria injusticia que supone tener apenas educación gratuita, sanidad gratuita, polideportivos gratuitos y casas de cultura gratuitas, exigen más cosas gratuitas: transporte, vivienda y, por supuesto, conciertos de rock subvencionados. Hace poco, en un acto electoral, un estudiante de la universidad pública (cuyos estudios se ofrecen muy por debajo del costo real) denunciaba ante un candidato lo caro que resultaba el transporte universitario (también ofertado por debajo del costo real) y el candidato, con olímpica inmoralidad, respondió en plural al padeciente: "¡Tenéis razón, tenéis razón!"
Recordamos la depravación de algún siglo romano, cuando los emperadores donaban pan al populacho y organizaban gratuitos espectáculos circenses, pero olvidamos que chapoteamos en la misma ciénaga: los políticos halagan los bajos instintos, reparten ayudas a colectivos sociales o empresariales, satisfacen deseos parciales y egoístas, regalan los oídos del votante, y evitan con éxito la evidencia de que todo lo que reparten sale de los bolsillos de la gente, de esa gente que no es lo suficientemente rica como para esquivar a Hacienda ni lo suficientemente pobre como para saberse a salvo de ella. Sí, las próximas elecciones serán muy importantes. Pero el ganador, sea el que sea, no sentirá vergüenza alguna ante esta perversión colectiva: haber convertido al pueblo en populacho, haber liquidado el principio de la responsabilidad personal, haber educado a los jóvenes, uno a uno, en la fantasía de que nada de lo que ocurre podrá ser culpa suya.
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