Ese tiempo loco, loco
Harto de leer y escuchar peripecias cinegéticas, tramas y tramoyas políticas y desventuras financieras, hay que recogerse en algún tema común, algo en lo que la mayoría -jamás será unanimidad- estemos de acuerdo: el tiempo que ha hecho, el que hace y el que nos espera. Uno tiene flaca memoria de los acontecimientos ingratos y pensamos que el clima de Madrid, tan encapsulado en la polución, variaba poco, de un año a otro. Nada menos cierto. La memoria se nos va hacia otro extremoso periodo, creo que fue hacia 1997, en el que nos castigó el frío y, luego, fuimos flagelados por un verano inclemente y bochornoso. Las temperaturas del invierno que aún vivimos han sido, son aún, temibles. Un viento insólito ha rebotado entre los cuadrantes, sin dejar región a salvo y hasta nuestra ciudad, que reservaba la nieve para el Guadarrama se ha visto encalada a ratos y vestida de granizo en varias madrugadas.
Un lúgubre pensamiento me ha tenido en vilo: una inundación general, un Madrid navegable
De estas cosas deberíamos hablar y no de la pejiguera socio-político-económica que nos deja con las vergüenzas financieras al aire. Esto de la crisis es cíclico, inevitable y la intervención del hombre tiene que ser muy decidida para empeorarlo, algo que parece conseguirse con alguna dificultad.
Hablemos del tiempo, uno de los temas más inestables y permanentes, pese a la certidumbre de los radares, el ojo atento de los satélites y el avance de la meteorología, algo que sirve para que la buena parte de los locutores y locutoras pronuncien meteorología, que parece más sencillo y democrático. La estación ha sido dura, la lluvia siempre tan ansiada en las fuentes, se ha llevado los puentes en muchos lugares, con la pérdida de las cosechas, la inundación de los aparcamientos y los bajos comerciales y habitados. Es una imagen arcaica, la de mujeres y hombres achicando el agua de sus cocinas con el cubo y la escoba y esa fotografía que nunca falta, del vigoroso mozo llevando a hombros a una anciana con pantuflas que quizás no ha puesto los pies en la calle hace años.
Una curiosidad siempre me ha asaltado, sin haber tenido tiempo de satisfacerla y es la existencia de lanchas e incluso pequeñas embarcaciones de motor en terrenos secularmente de secano, muy tierra adentro, lejos, incluso, de los embalses o lagunas. No me refiero a las que puedan transportar los bomberos y un insensato pensamiento me indica que aquello sea la previsión de un nuevo diluvio universal no del todo descartado.
Otro lúgubre pensamiento me ha tenido en vilo y era el de una general inundación de Madrid, un Madrid navegable, como el que imaginó el pintor Enrique Cavestany hace unos años, con góndolas por la Gran Vía y Puentes de los Suspiros en algunas calles de la vieja Villa. No porque fuera desatentada la existencia en una urbe lacustre, en medio de La Mancha, sino por el gravísimo problema de escapar de aquí, quien se lo propusiera, por el ancho dédalo de las M-30, 40, 60 y demás, que han bordado un cachemir de revueltas del que supongo saldrían muy pocos de sus habitantes. Salvo quienes tienen un trabajo regular en algún punto de las afueras y la rutina les lleva y trae cada día, pocos son los ciudadanos que, a bordo de sus coches o conducidos por un taxista hondureño llegarían a alcanzar el límite periférico de esta gran ratonera. Sabemos ir a la estación, al aeropuerto, pero nuestra capacidad se ve enredada en el laberinto levantado, precisamente, con el supuesto fin de facilitar las cosas.
Seguimos celebrando, con renovado entusiasmo, largos puentes laborales, encabezados por las frecuentes y densas vacaciones parlamentarias que convierten a nuestros legisladores en el personal más ocioso del mundo occidental, o al menos así parece. Si logramos evitar la atracción centrípeta nos atraen con fuerza los litorales, aunque también sobre ellos haya caído la incómoda bendición de las lluvias casi tropicales en pleno periodo invernal.
Casi de golpe, sin necesidad de madrugar, amanece más temprano y crecen los días desmesuradamente. Pronto veremos el telediario vespertino a la luz del sol y la alborada rozará las sábanas cuando apenas creemos haber cerrado los párpados. Así un día y otro día, un mes un año, una vida, la nuestra y la que nos rodea, lenta para los muy jóvenes, desbocada para los viejos y todos embozados en este tiempo loco, loco.
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