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Los escándalos que afectan al PP
Columna
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Regeneracionismo degenerado

José María Ridao

La consigna de que el Partido Popular era incompatible con la corrupción fue lanzada en el contexto de la cruzada regeneracionista que dominó la lucha política desde 1993 en adelante. Aunque desafiaba a la razón, resultó eficaz para sus intereses electorales en dos convocatorias consecutivas. Ahora parece abrirse camino la sospecha de que, además de a la razón, la consigna desafiaba también a las evidencias. Aunque nadie quisiera darse entonces por enterado, la financiación de las campañas y el mantenimiento de la formidable maquinaria de poder en que se convirtió el PP resultaban inexplicables a partir de los recursos que el Estado asigna a las fuerzas políticas, las cuotas de los militantes y la benevolencia más o menos interesada de las entidades financieras.

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Como, se quiera ver o no, también resultaba inexplicable en el caso de los restantes partidos. Hasta el punto de que la consigna de los populares podría haberse inspirado no tanto en la regeneración como en el ventajismo: conscientes de que nadie estaba en condiciones de hablar con claridad, sus dirigentes reclamaron el monopolio de la pureza.

Cuanto ha trascendido de las investigaciones judiciales apunta a comportamientos corruptos de personas aisladas, simples conseguidores en unos casos y militantes y altos cargos del PP, en otros. Quizá valga la pena preguntarse alguna vez cómo estas personas han podido ascender hasta los aledaños del poder. Pero esa pregunta no agotaría el principal problema político que se presenta en este y otros casos, y que reside en la dificultad de entender la influencia de los simples conseguidores y la vulnerabilidad de los militantes y altos cargos hacia ellos si no es a partir de las carencias del sistema democrático en su conjunto. Salvo que se diera la vuelta a la consigna de 1993 y se sostenga, también contra la razón y las evidencias, que el Partido Popular es por esencia el partido de la corrupción. Porque no se trata de discutir acerca de quién debe cargar con el estigma de los vicios, aceptando el sectario terreno de juego que propuso el PP bajo la coartada del regeneracionismo; se trata de subrayar que los controles democráticos no han funcionado. Ni los tribunales administrativos han podido detectar los presuntos y burdos delitos que ahora investiga la justicia penal, ni el trabajo de la oposición en municipios y autonomías ha logrado sacarlos a la luz. Y lo que resulta aún más perturbador: da la impresión de que todo hubiera quedado en nada si no hubiera estallado una lucha cainita en el PP, al igual que sucedió en los últimos Gobiernos de Felipe González.

Mientras se mantenga la ficción de que la Ley de Financiación de los Partidos Políticos es suficiente para atender a sus necesidades actuales, la influencia de los conseguidores seguirá aumentando, como también la vulnerabilidad ante ellos de los militantes y los altos cargos. Con el tiempo han ido cambiando los mecanismos más o menos ingeniosos, aparte de más o menos legales, para que los partidos se hagan con los recursos que garanticen su funcionamiento. Pocos partidos siguen recurriendo a los informes para las Administraciones que controlan como medio para disimular la financiación, aunque se hayan dado ejemplos recientes. Desde que comenzó la burbuja inmobiliaria, los partidos encontraron otros procedimientos que llevaban a buscar recursos en aguas cada vez más profundas y más turbias. Tan profundas y tan turbias que, a diferencia de lo que ocurría en la época dorada de los informes, en los que los implicados sólo acostumbraban a ejercer de simples tapaderas por compromiso militante, ya no es posible entender la financiación de los partidos sin el concurso de comisionistas y supuestos empresarios que obtienen un sustancioso lucro personal. Y sin responsables políticos que tarde o temprano acaban cediendo a la tentación.

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El festín inmobiliario ha terminado, y los principales efectos se están dejando notar en el empleo, en la dificultad del crédito y, también, en el colapso financiero de los Ayuntamientos, que sufragaron gastos ordinarios de la gestión con recursos extraordinarios procedentes de las recalificaciones. Pero existen otros efectos invisibles y de los que, seguramente, no se escuchará hablar.

El poder municipal ha dejado de ser una fuente de financiación de los partidos, incluido aquel que en 1993 se declaraba incompatible con la corrupción y que ahora se empeña en seguir exhibiendo un regeneracionismo degenerado. Depende de las decisiones políticas que se adopten, episodios como los que investiga la justicia penal serán más difíciles en el futuro o, sencillamente, resurgirán en ámbitos distintos del municipal e inmobiliario.

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