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Columna
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23-F: recuerdos y preguntas

Antonio Elorza

Me encontraba hablando por teléfono con Fernando Claudín para organizar unas conferencias conmemorativas del 50º aniversario de la Segunda República cuando llegó la noticia de la dimisión de Adolfo Suárez. "Ruido de sables", sentenció. También estaba al teléfono, ahora preparando la edición de un libro, cuando a ambos lados de la línea retumbaron los disparos en el Congreso. "¡Policías malos que no dejan trabajar a los aitás!", dictaminó mi hijo de cuatro años. En las horas que siguieron, atendí la consigna del partido, pronto por fortuna anulada, de concentrarnos en las inmediaciones de las Cortes. Los círculos protectores de grises nos relegaban a la plazuela de Goya, junto al Prado. Horas después, la Policía Municipal anunció que unas fuerzas de la Brunete venían para liberar a los diputados. Un amigo me contó el fin del episodio. En realidad, quien llegaba era Pardo Zancada para reforzar a Tejero. El grupo de concentrados le saludó con los gritos de "¡Democracia, sí; dictadura, no!". Nuevo caos de consignas por la mañana: primero, atrincherarse en las Facultades; luego abandonarlas para no provocar.

Un cierto grado de confusión alcanzó en esa jornada a todos los niveles de la sociedad

Un cierto grado de confusión alcanzó en esa jornada a todos los niveles de la sociedad, del poder político y de los mandos militares, incluidos los golpistas, que acabaron atrapados en su propia tela de araña. Es el clima reflejado en la dignísima miniserie de TVE. La única objeción reside en el hecho de que sea la televisión del Estado la que difunde una versión tan cerrada del episodio, con el Rey como protagonista inmaculado, cuando hay puntos oscuros aún por dilucidar. El fondo de la cuestión parece claro: la opción constitucionalista del monarca y sus gestiones para obtener la obediencia de unos jefes militares partidarios del "golpe de timón"; la lealtad de algunos, como Fernández Campo y Gabeiras; la voluntad golpista de Miláns o de Tejero; la felonía de Armada. La combinatoria de las actuaciones es, sin embargo, más compleja.

Escuché al Rey su narración de los hechos con ocasión de una cena en casa de Jaime Sartorius, allá por julio de 1988, y una vez que ya tenemos una versión oficial, resulta imprescindible destacar algunas diferencias. Así, la conciencia del riesgo asumido por el monarca. El príncipe Felipe le pregunta: "¿Qué pasa, papá?". Y él responde: "Nada, hijo; he dado una patada a la Corona, está en el aire y ya veremos donde cae". Más importante es la observación hecha por la Reina al conocer la ocupación del Congreso: "¡Esto es cosa de Alfonso!". Consecuencia: tajante rechazo a cualquier intento de Armada para acudir a la Zarzuela y advertencia a Gabeiras de que no delegase nada en su segundo, protagonista en todo momento de la narración regia. Hay, pues, un hilo conductor de las relaciones entre Armada y el Rey que la serie no aborda suficientemente. Todo indica que Armada participa en ese "ruido de sables" de que hablaba Claudín y que dio en tierra con Suárez, quien para nada quería al futuro golpista en el Estado Mayor. Nada sabemos de su larga conversación con el Rey diez días antes del 23-F. Resulta verosímil que el Rey prefiriera tenerle cerca como hombre de confianza en tiempo de inseguridad y que reaccionara al sospechar su intervención en la trama, dejándole claro que no secundaba el golpe.

Tampoco cabe descartar que siguiera pensando en utilizarle en último extremo, y ahí está el visto bueno dado para presentarse en las Cortes. En la miniserie es Gabeiras quien lo otorga, pero el general contó años después que la autorización previa fue del Rey, cosa lógica, para convencer a Tejero de que depusiera su actitud. Sólo que a esas alturas estaba bien probado que Armada jugaba su propio juego golpista. Difícilmente don Juan Carlos podía ignorarlo. Culminando una labor iniciada tiempo atrás, más de sierpe que de elefante, iría a proponer a los diputados presos su gobierno de salvación nacional. Tejero reventó el intento. El resto es bien conocido. Debilitada ya por la presión del monarca sobre los capitanes generales y por los propios celos entre estos, la baza de espadas había fracasado. Una hora más tarde, el Rey aclaró todo con su comunicado constitucionalista en televisión. La imagen jugó así un papel sustancial, desde la providencial cámara que transmitió el tejerazo e invalidó todo intento de presentar aquel ejercicio de barbarie como un acto de salvación de la patria. La última batalla de la guerra civil se había perdido para los sublevados, entre la traición y el esperpento.

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