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Reportaje:LA CONTRARREFORMA

¿Quo vadis, Benedictus?

La guerra cultural de Ratzinger contra el relativismo marca su pontificado con el sello de la intransigencia y la ambición de copar el debate público. Con errores garrafales como el perdón al negacionista Williamson y los lefebvrianos o la injerencia en el caso Eluana Englaro

Benedicto XVI es un papa pensador. Intelectual, teólogo, historiador, tiene fama de escribir libros y discursos redondos, de una erudición inalcanzable. A la vez, es el hombre que ha decidido que la religión, es decir Dios, debía dejar de ser un complemento espiritual y ocasional de las vidas de la gente para dar el salto adelante y colocarse, siempre y en todos los temas, en el primer plano del debate público.

Esa bipolaridad resulta algo extraña. Ratzinger es un papa que se deja ver poco. Pasa la mayor parte del tiempo en su habitación, leyendo y escribiendo. Ahora anda culminando la segunda parte de su obra sobre Jesucristo y su primera encíclica social, que debe ver la luz el mes próximo, por San José. Y viaja, cosas de la edad (84 años), bastante menos que su hiperactivo antecesor. Al Papa le gusta estar solo.

El perdón a los lefebvrianos ha aireado la caótica gestión del asunto realizada por la diplomacia vaticana
Ratzinger es gran amante de la tradición litúrgica preconciliar, y eso le acerca profundamente a la Sociedad San Pío X
Benedicto XVI ha quitado prestigio al Vaticano con sus últimos movimientos. Pero él es cualquier cosa, menos tonto
El Papa concibe la cultura laica y liberal dominante como un demonio similar, aunque benevolente, al nazismo
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Un experto vaticanista italiano, Marco Tossati, escribió hace unos días en La Stampa el artículo "La soledad del papa Ratzinger" que comparaba su estilo de vida y de trabajo con el de Juan Pablo II. "De éste, los críticos decían que su apartamento parecía una taberna, siempre entrando y saliendo gente. Ahora se dice que el apartamento papal parece una cámara blindada". Si esa imagen de soledad abstraída aflige y despista a los vaticanistas de medio mundo, ¿qué decir de los ciudadanos corrientes?

En países como por ejemplo el suyo, Alemania, la opinión pública recibió su llegada al trono de San Pedro con el alegre titular de "¡Somos Papas!" Hoy, las cosas han cambiado tanto que hace unos días otro periódico escribía de Raztinger: "Podría haber sido el Obama del catolicismo, pero se está demostrando como su Bush". La frase del Suddeutsche Zeitung es quizá demasiado optimista en su primera parte, pero su final resume seguramente bien la imagen que, más de tres años después de ser elegido Papa, se han formado muchos ciudadanos sobre Joseph Ratzinger.

Sobre todo, últimamente. Últimamente parece que el Vaticano ya no es lo que era. Se diría que ha sido tomado por un ejército de enemigos dispuestos a acabar con el prestigio del Estado pontificio.

El pasado 21 de enero, Benedicto XVI perdonó a cuatro obispos lefebvrianos, todos ellos preconciliares, es decir, enemigos acérrimos del Concilio Vaticano II que determinó la puesta al día y la apertura del catolicismo entre 1962 y 1965. Todos habían sido consagrados por el obispo integrista y rebelde Marcel Lefebvre en 1988, y fueron excomulgados por Juan Pablo II inmediatamente después. Uno de ellos, el británico Richard Williamson, está cerca de la ideología neonazi. Los demás son sólo ultraconservadores. Odian a los judíos y a los musulmanes, no creen en el diálogo interreligioso, y sostienen que todos los papas, desde Juan XXIII en adelante, son ilegítimos.

La decisión de Ratzinger de incorporar a los fanáticos ha desconcertado a los sectores progresistas y moderados de la Iglesia y ha generado un clamor mundial. La empatía y popularidad del Papa ha sufrido un desgaste indiscutible. La airada reacción de la canciller Angela Merkel, que exigió aclaraciones a Ratzinger por el perdón a Williamson, es quizá el mejor síntoma del alcance del error cometido.

El estupor glacial de los obispos que tratan de mejorar el diálogo con el mundo judío, la sublevación de 60 teólogos católicos alemanes, la congelación momentánea de las relaciones entre el Rabinato de Israel y el Vaticano, y el proceso abierto en Alemania contra Williamson acabaron forzando al Papa a dar marcha atrás. Williamson no volverá a la Iglesia si no se retracta.

Pero, más allá de la cuestión ideológica, el levantamiento del castigo a los lefebvrianos ha aireado la caótica gestión del asunto realizada por la siempre eficaz diplomacia vaticana.

A dos semanas vista, es difícil encontrar una explicación razonable a lo sucedido, y eso ha abierto la puerta a las interpretaciones. ¿Se trata de una provocación, de un mero error de cálculo, de una agresión a los sectores progres? ¿Quizá todo a la vez, al modo de Lenin: "Que hablen mal de nosotros, lo importante es que hablen"?

Raztinger ha justificado su acción esgrimiendo motivos estrictamente técnicos, "internos". Le movió únicamente, ha explicado, su voluntad de "unir a la Iglesia" y la de evitar el "prolongado sufrimiento" de los obispos excomulgados. Razones humanitarias, por tanto.

Quizá por tratarse de un "asunto interno", la oficina de prensa vaticana no fue informada por los responsables de la decisión. La secuencia temporal delata el nivel de negligencia: la firma de la revocación de la excomunión se hizo el 21 de febrero; dos días antes, el 19, Der Spiegel había dado noticia de la entrevista-bomba que Williamson concedió en noviembre a una televisión sueca, en la que negaba el Holocausto de los judíos y la existencia de las cámaras de gas.

¿Es posible que nadie se enterara en el Vaticano? ¿Acaso no leen el Papa y su secretario personal, monseñor Georg Genswein, bávaros ambos, la prensa alemana? ¿No se pudo aplazar el perdón hasta que Williamson se retractara? ¿O quizá se prefirió mantener el debate a la luz del sol, cara a cara con los lefebvrianos, los judíos y Angela Merkel?

El Papa recibió el jueves a la presidencia de las Organizaciones Judías Americanas, y pidió perdón de nuevo por el Holocausto, "un crimen contra Dios y la humanidad", dijo. Anunció que está preparando para mayo el viaje a Tierra Santa y espera que esa visita sea "una señal de paz" para la región.

El encuentro sirvió para cerrar de momento la herida judía. El rabino David Rosen, presidente del Comité Judío Internacional, dio por cerrado el caso Williamson, y reveló que el Papa les aseguró que "el catolicismo no puede admitir a nadie que niegue el Holocausto y que nunca lo hará".

Rosen, gran impulsor del diálogo entre católicos y judíos, cree que la crisis ha supuesto graves daños y también algunas ventajas. "Al final hemos reforzado las relaciones interreligiosas, y creo que la desastrosa gestión administrativa del perdón ha servido para que el Vaticano sea ahora mucho más riguroso sobre la admisión de la Fraternidad San Pío X. Ahora nada se hará a escondidas, y el proceso será responsable y transparente. Y creo que veremos serios conflictos internos en la organización de los lefebvrianos".

El incisivo rabino Rosen tiene la impresión de que el problema de fondo que vive el catolicismo es su actitud ante al Concilio Vaticano II. "Está en curso un debate sobre la interpretación del concilio, y las tesis más conservadoras están ganando terreno".

Sobre los fallos de comunicación dentro de la Santa Sede, nadie tiene dudas. El propio Federico Lombardi, director de la sala de prensa vaticana, los ha admitido en una entrevista al diario francés La Croix. Lombardi ha reconocido que la "mala comunicación" interna originó la confusión, y responsabilizó de la mala práctica al cardenal que se encargó del proceso, el colombiano Darío Castrillón, por centrarse en las opiniones de Bernard Fellay, el superior de la Fraternidad de San Pío X, y no tener en cuenta las de Williamson. "Sin duda las personas que han gestionado la cuestión no sabían la gravedad de las posiciones de Williamson. Lo cierto es que el Papa las ignoraba".

Pero hay otras cosas que se comprenden mal. En Argentina, por ejemplo, el país elegido por el lefebvrismo para irradiarse por toda América, la rehabilitación ha sido recibida por muchas víctimas de la dictadura como una ofensa. No se olvida que Lefebvre viajó y colaboró con la dictadura militar, y que durante los años negros levantó cuatro conventos y dos iglesias en el país (en uno de ellos, el de La Reja, vive Williamson).

Castrillón, presidente de la Comisión Pontificia Ecclesia Dei, consiguió que Benedicto XVI recibiera al superior Fellay en 2005 y 2007. Según relató éste, durante la segunda cita mencionó entre los logros de la Fraternidad la denuncia que condujo a la prohibición en Córdoba (Argentina) de la píldora del día siguiente por la juez Cristina Garzón, y la "increíble actitud" del obispo de Córdoba, Carlos Ñañez, que, señaló, "nos llamó terroristas". El Papa le contestó que la forma de pertenecer a la Iglesia Católica es "interpretar el espíritu del Concilio Vaticano II a la luz de la Tradición".

La entrevista al padre Lombardi revela fisuras en el equipo del Papa, incomunicación entre los dicasterios, escasez de reflejos en la preparación y prevención de decisiones problemáticas. Una vez listo el perdón, Castrillón no informó de la decisión al cardenal Walter Kasper, encargado del diálogo con los judíos. Kasper, que conoce tan bien a los rabinos como a los lefebvrianos, habría podido advertirle de que el antisemitismo, dentro de la Sociedad Pío X, no se limita a Williamson. Se calcula que hay 500 curas más ejerciendo el oficio bajo el influjo de Lefebvre. ¿Sabe el Vaticano cuántos comulgan con las ideas del británico irreductible?

Porque no se trata sólo de antisemitismo. Entre otras perlas, Williamson ha sostenido que la caída de las Torres Gemelas fue un autoatentado, que judíos y mormones son "enemigos de Cristo", que es un disparate que las mujeres lleven pantalones o falda corta, que Pinochet fue un gran estadista...

En Italia, la Fraternidad San Pío X anunció el día 6 la expulsión por "graves motivos de disciplina" del sacerdote Floriano Abrahamowicz. La razón: sus reiteradas declaraciones negacionistas.

En Austria, como en Alemania, el número de apostasías se ha disparado. El miércoles, el arzobispo de Salzburgo, Alois Kothgasser, se preguntaba en un artículo de prensa si "es necesario que la Iglesia católica sea purificada para verse reducida a una secta en la cual quedaría solo un puñado de miembros fieles a la línea oficial".

El mismo día, en la conferencia de Decanos de la diócesis de Linz, 31 de los 35 religiosos rechazaron el nombramiento por parte del Papa del ultraconservador Gerhard Maria Wagner como obispo auxiliar. Wagner afirmó en 2004 que el tsunami de Tailandia y el huracán Katrina que devastó Nueva Orleans debían ser considerados castigos divinos. El clero austriaco, que tiene fama de conservador y sumiso con Roma, hizo saber que negaba el nombramiento para "defender la credibilidad de la Iglesia". "Cuando no hay confianza en la Iglesia local", dijo monseñor Kothgasser, "la confianza en la autoridad central de la Iglesia desaparece".

El asunto, como se ve, ha puesto la infalibilidad papal en entredicho dentro de la propia Iglesia. Pero, dejando aparte puntuales errores de gestión, la línea teológica que marca el perdón a los lefebvrianos parece del todo coherente con la dura línea ideológica mantenida siempre por Ratzinger, que ha ofendido a los musulmanes (en el discurso de Ratisbona), enfurecido a los judíos y agraviado a los homosexuales.

Siendo cardenal, Ratzinger dijo que la homosexualidad constituía "una tendencia hacia un mal moral intrínseco". Ahora ha negado el apoyo del Vaticano a la declaración de la ONU sobre los derechos de los homosexuales.

Todo el mundo sabe que Ratzinger es un hombre de ideas conservadoras, especialmente en las costumbres. Se ha revelado como un gran amante de la tradición litúrgica preconciliar, y eso le acerca mucho a la Sociedad San Pío X. Ha vuelto la misa en latín, incluso consagrada de espaldas a los fieles, y ha recuperado la oración del Viernes Santo (que anima a los descarriados judíos a abrazar la verdadera fe). Además, ha traído de la noche de los tiempos las indulgencias plenarias y ha editado un catálogo de prohibiciones sobre bioética que deja a los parejas católicas sin posibilidad de recurrir a técnicas de fertilidad.

La última batalla ha sido el trágico y lamentable caso Eluana Englaro, que resume de forma ejemplar su forma de ver las cosas. Con tal de influir en el debate público, no hay aliado malo. Ratzinger no ha dudado en enviar a su Curia a las trincheras del pagano Silvio Berlusconi con el fin de convertir en "verdugo" y "asesino" al sufriente padre de Eluana. Como dicen los blogueros italianos, la extraña pareja se ha fundido en Berlustzinger. O en Ratzusconi. ¿Cabe imaginar una alianza más chocante que la de Berlusconi para un Papa serio, intelectual y alemán?

Aunque la Iglesia está en contra del encarnizamiento terapéutico, y aunque su antecesor pidió a los médicos que le dejaran en paz de una vez cuando les pidió irse "a la casa del Padre", Ratzinger se ha mostrado en contra de que Eluana fuera desconectada de la sonda que la mantuvo viva durante 17 años, ignorando el dolor de una familia que ha pasado un calvario y cargando, a través de su número dos, Tarcisio Bertone, contra el Tribunal Supremo y el presidente de la República italiana.

No se puede negar una cosa: el Vaticano ha trabajado a fondo el tema. Ha convertido un asunto privado en un asunto de Dios. Ha presionado, aplaudido, criticado, acudido a televisión, lanzado anatemas contra el padre, los médicos y los jueces, deslegitimado el Estado de Derecho, movilizado a los católicos dentro y fuera del Parlamento... Incluso Bertone llamó personalmente al presidente de la República para transmitirle su disgusto por no haber firmado el decreto salva Eluana... O conmigo, o contra mí.

Pero en absoluto se trata de una sorpresa. La cosa viene de lejos. En la homilía Pro eligendo Papa, con la que el cardenal Ratzinger abrió el cónclave de 2005 del que saldría convertido en Benedicto XVI, todo el énfasis recaía en una frase: "La dictadura del relativismo".

Hoy se sabe bien que el principal objetivo de Ratzinger es liberar a Occidente de esa dictadura y vencer la guerra cultural contra el laicismo, sobre todo en España e Italia.

El agresivo movimiento del Vaticano ha encontrado, esta vez, la oposición de algunos destacados miembros de la Iglesia italiana. Giuseppe Casale, obispo emérito de Foggia, se ha desmarcado de la línea oficial, que fija que la suspensión de la alimentación artificial es eutanasia y no encarnizamiento terapéutico. Pero han sido disensiones testimoniales, no más. Del resto, prietas las filas.

¿Pero qué tenía que ganar el Vaticano en esa pelea que le ha hecho quedar como un grupo de presión incapaz de sentir piedad? La importancia del caso es singular. La Iglesia ha hecho de la necesidad virtud, y la estrategia de Ratzinger ha sido inteligente y pragmática. El Vaticano siempre se había negado a legislar en Italia sobre el testamento biológico. Al surgir el caso, con una sentencia inapelable del Supremo, vio que ya la cosa no tenía remedio. Así que elevó el clima emotivo y ha bombardeado al país con argumentos simples y dogmáticos: "La vida es un bien no disponible".

Creado el clima preciso, ha presionado al Gobierno italiano para que elabore una ley del fin de vida muy favorable a sus intereses morales y económicos. Mirando a largo plazo, además. La norma final dirá probablemente que los médicos no pueden negar alimentación e hidratación a ningún paciente, salvo que éste lo especifique antes. Las consecuencias serán terribles. La tecnología médica actual permite mantener vivos a los enfermos vegetativos durante decenios. De los 2.000 que están en esa condición hoy en Italia, la mayor parte está ingresada en instituciones religiosas.

En esas estamos. La guerra es la guerra, y el caso Englaro ha sido sólo la última batalla. Ha aumentado desde luego la presencia de la Iglesia católica en el debate público. Si uno habla con laicos anticlericales, la duda les asalta: ¿Está capacitado para dirigir la Iglesia del multicultural, obamista y tecnológico siglo XXI este octogenario alemán que de joven vistió la casaca nazi, este rígido ex prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio), este Papa erudito y alejado de las masas? Si uno habla con católicos, no hay dudas: "Pues claro que sí".

En 2005, el periodista estadounidense John Allen contaba en su libro El ascenso de Benedicto XVI que, siendo cardenal, Ratzinger leyó After virtue, un ensayo de Alasdair MacIntyre (1981) que dio pátina intelectual a la revolución conservadora de Ronald Reagan. MacIntyre hacía paralelismos entre la decadencia del Imperio Romano y la actual situación de Occidente, sostenía que en ambos casos existía una crisis moral, y acababa pidiendo "un nuevo san Benedicto".

San Benedicto fue el fundador de los monasterios que preservaron la cultura grecorromana y los valores judeocristianos, es decir, Europa, durante los siglos de "barbarie". Pero Ratzinger no quiere monasterios apartados. "El Papa no propone que se abandone el mundo, sino que se le desafíe", escribió Allen.

La clave de su pontificado es ese desafío. El Papa concibe la cultura laica y liberal dominante como un demonio similar, aunque benevolente, al nazismo. Y su reto no es sólo hacer llegar a los fieles su magisterio moral, sino poner a Dios en el centro del debate. Paradójicamente, o quizá no, la fuerza de los actos le ha ido situando en una posición cercana a la ultraderecha. Pero no debemos descartar que eso sea, también, una forma de tener más presencia.

Uno de los mamotretos doctrinales más significativos de Benedicto XVI es la Spe salvi (Salvados en la esperanza), su segunda encíclica, de diciembre de 2007. Un texto de 77 páginas que creó enorme polémica porque algunos de sus conceptos recuperaban el integrismo preconciliar. Ahí está la esencia del pensamiento de Ratzinger. La historia de la humanidad se torció con la Revolución Francesa. La razón humana es insuficiente. "Sin Dios, el mundo es oscuro y se enfrenta a un futuro tenebroso". La fe no debe ser una cuestión privada. El cristianismo debe volver a ser militante y ponerse en el centro de la sociedad.

"Un mundo que administra la justicia por sí solo es un mundo sin esperanza", afirma la encíclica. Una sociedad estrictamente laica, y en especial si es atea, no es capaz de administrarse a sí misma y va hacia un callejón sin salida. Teocracia.

El lugar donde esa batalla parece más perdida es España. Allen escribió en su libro que España iba a ser para el nuevo Papa, "en el terreno cultural, lo que en un sentido militar fue en los años treinta: el escenario de una guerra de ensayo, en la que las fuerzas de los dos grandes bloques probarían sus nuevas armas". Una semana después de la triunfal visita a Madrid del cardenal Tarcisio Bertone, con el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y la Corona unidos en el recibimiento cordial, y para muchos humillante, hasta el desnortado PP de Rajoy sabe que la estrategia del Papa ha tomado un perfil nuevo.

Tras la guerra de los últimos años, con los obispos reunidos en manifestación permanente, han llegado las sonrisas y la "colaboración". La nueva estrategia no debería engañar a nadie, aunque a veces parezca hacerlo. Como dijo un egregio ex vaticanista español, "el Vaticano y las conferencias episcopales son expertos en el juego del policía bueno y el policía malo; hay que ser bastante inocente para creer que son distintos. Los obispos se limitan a cumplir su papel, y hacen lo que el Papa les pide que hagan".

La bondad del Gobierno español al pensar que las buenas formas con la Iglesia de Roma son el camino hacia un verdadero respeto de la Conferencia Episcopal y el entendimiento a salvo de injerencias resulta casi enternecedora.

Con el Vaticano, los subtextos suelen explicar las cosas mejor que los textos. Cuando Bertone, orondo e impoluto en su negro y púrpura, dijo durante el posado que la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, con su terno violeta-vaticano, estaba "más elegante", lo que estaba diciendo no es lo que dijo, sino lo que sugirió: que la señora De la Vega intentaba competir con él en elegancia, ignorando quizá, o quizá no, que el protocolo vaticano sostiene que no es conveniente lucir colores cardenalicios.

Trágicamente, no era la primera vez que pasaba. Hace dos años, en Roma, la vicepresidenta compareció en el Vaticano con un bonito vestido rojo. El comentario de la Curia fue mordaz: "No sabíamos que la señora tuviera aspiraciones". Dice una fuente diplomática: "La esperanza es que la vice se vista así a sabiendas, por provocarles". Si así fuera, cabe esperar menos resultados todavía del ficticio clima de cordialidad.

Ratzinger es un Papa solitario, le gusta trabajar en su cámara acorazada. Comete errores. Escribe textos de un espesor incomprensible, a algunos les puede parecer un integrista. Quizá ha desprestigiado al Vaticano con sus últimos movimientos. Pero no se engañen: es cualquier cosa, menos tonto.

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