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Unas notas para el 'número dos' del Vaticano

En el país del "yo me lo guiso, yo me lo como", el cacique principal -aparte de Juan Palomo- es la Iglesia, una institución tan mayúscula en sus aspiraciones como cicatera en la distribución de sus dones. La reciente visita de monseñor Bertone lo demuestra.

La opresión de la Iglesia sobre el cuerpo escasamente místico de España -si se exceptúa el hambre, que sin remedio la ha transustanciado en metafísica- representa un lastre tan sobrenatural que no hay manera natural de entenderse con tan consagrada institución. Pues digámoslo de una vez: son ustedes, usted incluido, intratables; y además expertos en ceremoniosas diplomacias traperas para mantener cautiva una población que se bautiza una vez, comulga tal vez dos y a la que ustedes rocían de óleos para despedirla.

De todas las naciones, les queda España. Aquí seguimos sufragándoles con nuestros impuestos

La naturalidad está prohibida, perdón, es pecado, según ustedes. Es natural que un Gobierno aspire a ser laico, digo yo, desde hace 30 años. Lo que no es tan natural es que sólo aspire a serlo y, peor aún, que padezca constantemente por no serlo. Aquí, el divino impaciente debe ser la gente como yo, muchísimos más de los que aparecen, a pesar de la renuencia atávica a disentir públicamente (hasta los socialistas mendigan indulgencias) de los favores y prédicas de Su reparto sobrenatural.

Reconózcame, monseñor Bertone, el respeto mayúsculo que verifico hacia Su Excelencia. Pero desearía -soy un soñador- mejorarlo, a la recíproca. ¿Escucha usted todo lo que oye? ¿Ve usted todo lo que mira? Le confieso -ya salió- que tampoco es fácil para cualquier pobre mortal, éste que le escribe incluido, reconocer la complejidad del mundo, las miserias en las que incurrimos (no usted, sobrenaturalmente) y la serenidad que tanta falta hace para aprender a vivir menos encarnizadamente. Este año, en marzo para ser más precisos, se cumplen dos siglos del nacimiento de Mariano José de Larra, el escritor romántico que mejor auscultó la realidad conflictiva de este país, el que más padeció por su ciudadanía (muy escasa, gracias a ustedes, la Iglesia) y quien, desesperado de sus 28 años sin esperanza, se suicidó.

Se cumplen también 70 del final de una guerra civil en la que a los desaguisados naturales y crímenes horribles de unos, con su resentimiento secular, se opusieron los no menos nefandos y represivos, con previsión sobrenatural, de los otros; quienes, por lo demás, persistieron hasta los años 70 en eclipsar el legado común de progreso educacional que la II República había programado y puesto en circulación por toda España.

Puede usted consultar, pues buen ojo no le falta y el mal de lo mismo no se lo deseo, un estremecedor artículo de Larra titulado Dios nos asista. No lo glosaré, es muy conocido y de fácil localización en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantes.es). Lo decisivo al respecto es que todos precisamos de asistencia. Asistencia de respeto, asistencia de reconocimiento, tanta asistencia que todavía necesitamos que Dios nos asista. Tan es así que la alarma por la ausencia de Dios hubo de sentirla como el que más un católico royaliste, Georges Bernanos, cuando -habitante en Mallorca con un hijo adherido a la Falange- hubo de asistir a la represión tan ecuménica como brutal del franquismo. Los grandes cementerios bajo la luna, con un prólogo que sobrecoge por el fervor de su pureza acendrada en los paisajes de su infancia -le pays d'Artois-, es el título que nos legó. Y que Hannah Arendt juzgó como la denuncia cabal del fascismo.

El libro habla de los desafueros de quienes más obligados debían estar al don del perdón y de la tolerancia (se supone que quienes se acreditan de cristianos) y supone un auténtico clamor de conciencia, más allá y más a fondo de las diatribas en las que se resuelve el ultraje que como católico experimentaba el católico escritor.

Bernanos habló también de poesía. Y dijo: Je définirais ainsi la poésie: l'écho de la plainte humaine, répercutée par les cieux, o sea que la poesía sería el eco del lamento humano, repercutido por los cielos.

A esos cielos emplazaría -la poesía puede ser una forma de piedad exigente- el talante y la disposición conciliadora (dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios) de los depositarios, ojalá practicantes, del Evangelio.

Por lo demás, los laicos seguimos sufragándoles con nuestros impuestos y, a cambio, ustedes nos permiten morir infinitamente, someter a disposición del dogma el curso de la vida en las mujeres y, encima, callar o sólo muy tarde alertar de la diversidad de abusos y monopolio de la vida interior que pretende la púrpura jerárquica de su inmaculada concepción. Sobre todas las naciones, ciertamente, les queda España. Y es que el pensamiento, aquí, siguen ustedes disfrutándolo oprimido.

Y, con todo, es la sola libertad que nos queda. Y el pensamiento, si no es inmaculado, es decir, sin trabas, sólo puede acabar corrupto. Algunas cosas, alguna vez, hay que intentar decirlas. Tampoco le iría tan mal a la Iglesia, si quiere sobrevivir, airearse un poco.

Lluís Izquierdo es poeta y catedrático de Literatura de la Universidad de Barcelona.

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