La ruta de la supervivencia
Enric es un catalán que a su edad madura vive con 430 euros mensuales de prestación contributiva, razón por la que se ha vuelto un experto en la ruta de la supervivencia: sagaz localizador de pan rancio, eterno huésped de albergues sociales, cazador de comedores gratuitos, Enric es quien me lleva de la mano por el feroz mundo de la indigencia en Barcelona.
"¡Mira! Aquí venimos por las mañanas", me señala una panadería en la calle de Sant Pau, donde se regala bollería del día anterior. "Si llegamos a las 9.15, tenemos la suerte de recibir un poco de pan del mismo día. Otros compañeros son fieles al Farggi de la Plaza del Rei, porque ahí dejan una bolsa llena de pastas y bocadillos. Está dura la cosa, hay mucha hambre y la crisis también nos pega porque cada vez hay menos panaderías donantes, precisamente por tantos indigentes que vagan por ahí. ¡Nadie quiere tener su local lleno de vagabundos!".
Enric era empresario, se enganchó con la cocaína y sabe que, después de ésta, difícil será levantarse
Enric lleva cuatro años viviendo en la marginalidad y puede presumir de ser el primero en haber exigido el libro de reclamaciones del albergue de Meridiana, "I tant! ¿De qué os reís? Fue en 2005, cuando llevaba la pierna rota y no me querían recibir por falta de espacio". Pernoctó varios días en Guantánamo, como se conoce en el mundillo de la indigencia al extinto albergue de Almogàvers, del que recuerda "un trato de animales apretujados, 130 personas luchando por un solo lavabo y dos duchas. Tenía el culo de uno echándose pedos en mi cara, a dos fumando crack, otros dándose de hostias y la asistenta social metiéndose rayas. ¡Así era!", narra mientras caminamos por las calles de Ciutat Vella, que estrenan el año con nuevos pobres.
"¡Mira! Aquí también estuve", indica la puerta del albergue municipal de Sant Joan de Déu, en el Barri Gòtic, del que agradece los calzoncillos y calcetines limpios que le daban diariamente, pero el susto que se llevó: "Uno de los curas se me metió en la ducha con el pretexto de prohibirme usar mi jabón. '¡Como te acerques te rompo la cara!', le dije". "¡También nosotros tenemos nuestro pudor!", exclama Enric, quien posee un cinismo inigualable para contar sus peripecias.
Si hasta ahora se imagina a este personaje envuelto en andrajos, déjeme contarle, lector, que Enric es de finos modales y amplia cultura. Habla poco de su pasado burgués, pero le delata su esmoquin, que aún conserva "por si la ocasión lo merece". Era empresario, se enganchó con la cocaína, debe mucho dinero al banco y sabe que, después de ésta, difícil será levantarse. Así que continuamos por la ruta de la supervivencia, un bar concertado en la calle del Hospital, uno de tantos que reciben a decenas de perdedores que obtienen un menú cuando enseñan el ticket del Ayuntamiento. En la barra, una dominicana fondona sirve el platillo mientras se toca los genitales y bromea: "¡Las judías las he calentado con el coño!". Se miran rostros aturdidos masticando y compartiendo sus vicisitudes: "Hoy llegué con la trabajadora social y le dije: '¡Me das un pase para algún comedor o salgo a delinquir!", comenta Manuel, un barcelonés que cumple una condena recogiendo hojas en Parques y Jardines, por no pagar la manutención a su mujer.
Al caer la noche, nos dirigimos a la plaza de Sant Felipe Neri por los bocatas que regala la iglesia de Sant Just -hay hombres acurrucados en el suelo como pájaros vencidos esperando que termine enero- y después Enric se marcha a esa pensión de mala muerte en el barrio la Ribera, donde vive hacinado con otros 20 que comparten un solo baño. "Ex presidiarios y el lumpen más bajo. Todos somos catalanes. Ningún inmigrante. ¿Estás grabando? ¿Me escuchas, Montilla? ¡Hijos de esta Cataluña a la que le incomoda mirar su propia miseria!".
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