El sufrimiento y las bellas artes
La ficción cambia con el tiempo. El humano, sin embargo, permanece apegado a ella. Dicen que en el siglo XVIII fue el teatro y que en el XIX fue la novela. Suena razonable. También dicen que el siglo XX fue dominado por la ficción cinematográfica y radiotelevisiva, pero ahí no estoy del todo de acuerdo. Conviene tener presente al fútbol, una ficción de extraordinario éxito.
El fútbol, como cualquier otra ficción, exige lo que Coleridge llamó la suspensión de la incredulidad. Practicamos esa suspensión de forma automática y casi inconsciente: podemos llorar leyendo una pieza literaria, asistiendo a una representación teatral o viendo una película, aunque sabemos que la emoción viene provocada por una historia irreal que alguien ha confeccionado justamente para eso, para apelar a nuestros sentimientos.
Eso mismo es el fútbol, con una característica adicional: permite además una interactividad casi ilimitada, muy superior a la de cualquier otra expresión ficticia.
Por supuesto, el fútbol cuenta con una vertiente real. Hay balón, cancha, jugadores, resultados, estadísticas, negocio. También en la literatura hay idiomas, normas ortográficas, autores, lectores, negocio. Lo interesante, sin embargo, es lo otro, lo que no es real.
Acuda a un estadio, cualquiera de ellos, y contemple la grada. Tal vez se vea usted a sí mismo, sentado cómodamente o empapado por la lluvia, sonriente o furioso, feliz o deprimido.
Evidentemente, no es el juego por sí mismo el que hace que el aficionado grite o aplauda: conozco a muy pocos, poquísimos, estetas del fútbol. La emoción la aporta una compleja construcción cultural por la que una victoria de nuestro equipo puede hacernos rozar la gloria y una derrota puede llevarnos a la miseria.
Ésa es la ficción que hace del fútbol un fenómeno social. Sabemos que, en realidad, no pasa nada: sólo pasa lo que nosotros queremos que pase. Sabemos que los futbolistas cobran por jugar y son intercambiables. Sabemos que entre los nuestros, los de nuestro bando, hay gente detestable y que entre los otros, la afición rival, tenemos amigos y familiares a los que queremos. Incluso sabemos que nuestra identidad colectiva, definida por unos colores determinados y una historia compartida, es un relato, no un hecho. Pero ejercemos muy a gusto nuestra suspensión de la incredulidad y nos incorporamos a la ficción como uno más entre muchísimos personajes secundarios.
Ahora mismo, en cuanto envíe estas líneas, el arriba firmante se pondrá un abrigo e irá al estadio a pillar un resfriado bajo la lluvia y el viento mientras soporta un partido infame y sufre como si se acabara el mundo porque su equipo, el Espanyol, percibe ya en la nuca el aliento frío del descenso. Que me perdonen las bellas artes, pero no hay ficción en el mundo que procure sensaciones tan auténticas.
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