Un mar de naufragios
El drama se repite una y otra vez en distintos puntos de los siete mares: un barco abarrotado de pasajeros, una colisión o una tempestad, pandemónium, personas saltando por la borda, botes insuficientes, caras de terror sobre la espuma hirviente y el socorro que llega tarde al rescate de los supervivientes. Así sucedió este 11 de enero con un transbordador en Indonesia, que se saldó con más de 200 desaparecidos, o con el ferry Princess of Stars, que zozobró el pasado junio en Filipinas, con 860 personas a bordo, a causa de un tifón; y así seguirá ocurriendo de mantenerse las tendencias actuales.
Aunque cueste creer, en pleno siglo XXI y tras portentosos adelantos en ingeniería naval, el desastre marítimo campa a sus anchas. Basta con encender el televisor para que las pateras nos proporcionen el naufragio nuestro de cada día, junto con los accidentes de petroleros y las tragedias de pesqueros en el Cantábrico.
La algarabía mediática tiene sus motivos: el naufragio es una de las desgracias más antiguas y fascinantes. Numerosas leyendas, obras de arte, relatos de taberna y chistes de náufragos se han inspirado en tifones infernales y en la soledad del superviviente perdido en el océano. Por su dramatismo único, esas catástrofes dejaron huellas indelebles en la memoria colectiva. Cada región del litoral español atesora el recuerdo de una de ellas: en la Costa de la Muerte no olvidan el fin del buque escuela británico Serpent (1890) y de la goleta Adelaida (1830); ni en el Cabo de Palos el del Sirio (1906), el Titanic español; ni en Cádiz el infortunio del Reina Regente (1895), del cual sólo escapó un perro, Terranova, encaramado a unas tablas.
Lejos de ser espantos del pasado, los naufragios van en aumento. Desde 2005, la siniestralidad ha revertido su tendencia a la baja, advierte la International Union of Marine Insurance (IUMI). En 2006 se hundieron 67 barcos de más de 500 toneladas y 727 sufrieron pérdidas parciales; en 2007 (último año con cifras globales disponibles) zozobraron 82 y 914 tuvieron daños serios (270% más respecto a 1998).
Las fatalidades tienen por telón de fondo un incremento del 50% en el volumen de mercancías transportadas en barco en el último lustro. El comercio marítimo es una de las actividades más rentables de la economía global, y también una de las más azarosas: pese a los avances en GPS, radares, sonar, faros automáticos, boyas inteligentes y demás parafernalia high tech, al ser humano le falta mucho para gobernar los mares.
¿POR QUÉ SE HUNDEN los barcos? Como en la era de la navegación a vela, el mal tiempo constituye la causa principal. Los ominosos lugares marcados en las viejas cartas náuticas -el golfo de Vizcaya, el Mar del Norte, el estrecho de Corea y los cabos de Hornos (Chile), Buena Esperanza (Suráfrica) y Hatteras (Canadá)- aún representan los puntos negros del tráfico naval.
La peligrosidad de las tormentas se multiplica al combinarse con averías o fallos estructurales. "Mientras se repara un desperfecto, la nave queda a merced del oleaje, que puede empujarla contra la costa", explican los expertos de la Subdirección de Seguridad Marítima del Ministerio de Fomento.
¿Y por qué se averían los barcos? En buena medida, por la fatiga de los metales, un fenómeno cada vez más frecuente debido a la proliferación de chatarra flotante: navíos destartalados que sus propietarios se resisten a enviar al desguace. Como ocurrió con el petrolero Prestige, una mala soldadura y un mar embravecido se bastan para componer la fórmula del desastre. No han cambiado tanto las cosas desde que unos remaches de mala calidad ayudaron a que el Titanic se fuera a pique.
Otra parte de responsabilidad la tiene la burocratización de las tareas de navegación, que ha matado su aureola romántica. La imagen del capitán plantado junto al timonel, oteando la lontananza con sus prismáticos, pertenece al ayer. Quien suba a un puente de mando encontrará al lobo de mar encorvado sobre una mesa atestada de planillas. "El papeleo les deja a los oficiales poco tiempo para atender las cuestiones prácticas", se queja Ivar Brynildsen, un ejecutivo de la aseguradora noruega Gard A. S.
Empeoran la situación el ritmo cada vez más endiablado del trabajo a bordo y la falta de mano de obra experta. No es casual que la tragedia se cebe en las banderas de conveniencia: flotas registradas en países con nulos controles fiscales y legales, y manejadas por personal mal pagado y poco cualificado. La precarización laboral dispara la siniestralidad: cada año mueren accidentalmente 24.000 marinos, denuncia la Organización Internacional del Trabajo. Semejantes condiciones propician que "el 62% de los barcos perdidos sea resultado directo de fallos humanos", señala Fred Robertie, portavoz de la IUMI.
ASÍ LAS COSAS, CADA AÑO crece un larguísimo rosario de desastres. ¿Cuántas vidas se han perdido en la historia? Imposible saberlo; pero nos haremos una idea si pensamos que, según la Unesco, más de tres millones de naufragios forman un disperso cementerio marino.
En esa cuenta funesta, los marineros llevaron la peor parte. El auge comercial en los siglos XVIII y XIX tuvo por contrapartida una altísima mortalidad. La ley no preveía seguros para el proletariado del mar, pero sí severos castigos para quienes, tras firmar un contrato, se negaban a embarcar al ver el estado calamitoso de sus buques. Por si fuera poco, los armadores sobrecargaban esos ataúdes flotantes, a menudo con el designio de que se hundieran y poder cobrar el seguro. Los sufridos marinos podían hacer suya la vieja frase latina: "Navegar es preciso, vivir no", cuyo dilema resumía a la perfección.
Miserias del estilo quedaron consignadas en los relatos de Joseph Conrad y otros narradores de aventuras náuticas con el fatalismo de los hombres de mar. Quien no se resignó, en cambio, fue el diputado británico Samuel Plimsoll. En la segunda mitad del siglo XIX, las leyes promovidas por él en contra de las cargas excesivas y a favor de las inspecciones obligatorias de los navíos y las investigaciones de los naufragios marcaron un antes y un después en seguridad marítima, refiere su biógrafa Nicolette Jones. La sangría ha disminuido, sí, pero no ha cesado; de hecho, la peor hecatombe en tiempo de paz se registró en 1987, cuando el Doña Paz zozobró en aguas filipinas con 4.375 pasajeros (casi el triple de las víctimas del Titanic) tras chocar con un petrolero. Se dio allí una suma de circunstancias demasiado habituales: el ferry estaba habilitado para llevar un máximo de 1.500 personas, tenía la licencia vencida y, encima, la tripulación había bebido.
Pero no echemos todas las culpas a las furias de Neptuno. Algunos de los peores siniestros acontecen en apacible agua dulce: fijémonos en los 600 muertos del ferry Bukova, hundido en el lago Victoria de Tanzania (1996); en las 750 víctimas mortales de los cinco transbordadores fluviales desaparecidos en Bangladesh (2003), o en los 400 peregrinos ahogados al darse la vuelta su barco en el río Ganges (1988). Siempre encontramos una nota común: el exceso de pasajeros.
Pese al saldo luctuoso, la navegación actual no tiene comparación con la de antaño. Los marineros ya no se enfrentan a un mare ignotum; los leviatanes y remolinos monstruosos que engullían a los barcos demostraron estar hechos de la materia de los sueños.
Las travesías serían infinitamente más arriesgadas sin las mejoras logradas en cartografía y medios de salvamento, que han minimizado los encontronazos con escollos y otros obstáculos que inspiraban el temor a Dios a los marineros. Los vuelcos -uno de los peligros más frecuentes- se han visto atajados por los convenios internacionales de regulación de carga, y el riesgo de colisión se ha moderado tras la aprobación de una especie de código de circulación del mar.
LA SUERTE DE LOS NÁUFRAGOS ha cambiado en sentido parecido, gracias a las radiobalizas. En caso de hundimiento, estos artilugios se desprenden del barco y emiten una señal de socorro durante 72 horas que, captada de inmediato por los satélites de la red Cospas-Sarsat, permite a los servicios de rescate identificar enseguida la embarcación y salir en busca de las víctimas con un conocimiento preciso de su posición. "En teoría, ningún bote de supervivientes se debe perder", asegura Pedro Sánchez, director del Centro Nacional de Coordinación de Salvamento Marítimo.
Todo eso serviría de poco si los dispositivos costeros de asistencia careciesen de los recursos necesarios. De ahí la importancia del refuerzo de los medios de Salvamento Marítimo, que en unos pocos años ha pasado a disponer de tres aviones y cuatro buques polivalentes, amén de una decena de helicópteros, 14 buques de salvamento, 55 embarcaciones rápidas (salvamares) y 10 nuevos patrulleros. Que esas medidas son eficaces se aprecia en la estadística de accidentes en aguas españolas: en un marco de siniestralidad estable -de 420 registrados en 1991 se pasó a 405 en 2007-, el número de muertos descendió de los 148 contabilizados en 1991 a 18 en 2007, según datos de Fomento referidos a embarcaciones de más de 500 toneladas. No parecen cifras alarmantes, teniendo en cuenta que por el estrecho de Gibraltar circulan 120.000 buques al año, y por la costa gallega, 45.000.
Completamente distinta es la situación de las embarcaciones clandestinas. En una emergencia, las pateras y zódiacs repletas de inmigrantes se ven casi tan desamparadas como los náufragos de tiempos pasados.
A ESTA NEGRA HISTORIA hay que añadir los daños al medio ambiente, un impacto que ha pasado a primerísimo plano. A partir de 1950, la coyuntura cambió por completo con la llegada de los colosales buques tanques, cargados de sustancias contaminantes. En 1967, el Torrey Canyon demostró frente a Inglaterra que un solo naufragio puede causar una terrible devastación ecológica. En 1978, el Amoco Cadiz tapizó de brea 400 kilómetros de costas bretonas; y en 1989, el Exxon Valdez embetunó el litoral de Alaska. La palma se la llevó en 1979 el Atlantic Empress, al derramar en el mar Caribe 287.000 toneladas de crudo.
Al macilento superviviente aferrado a su madero se agregó entonces otro tipo de víctimas: cormoranes, focas, percebes, gaviotas, algas y posidonias amenazadas por masas viscosas que aniquilan la vida a su paso. La coordinación internacional logró limitar la cantidad de hidrocarburos vertidos de 300.000 toneladas anuales en la década de los setenta a 130.000 a finales de los noventa. Actualmente, el combate continúa bajo la superficie, pues se ha comprobado que los barcos hundidos pueden privar de oxígeno a los seres marinos, destruir arrecifes de coral o alterar las áreas de reproducción de peces.
"Las embarcaciones sumergidas son una bomba de relojería", sentencia Ricardo Aguilar, director de investigaciones de la ONG Oceana. A diferencia de los pecios de madera -la delicia del submarinista-, los gigantescos cargueros encierran un repertorio de sustancias tóxicas que liberan lentamente en el medio.
La popularidad del tema estriba en que "pocos fenómenos han aportado metáforas tan profundas sobre la existencia", resume Jorge Lozano, catedrático de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. En la antigüedad, el naufragio probaba el temple del héroe. "En la modernidad", agrega Lozano, "funciona como metáfora de la inquietud".
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