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Columna
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Cine mudo

Matan alguna vez a un presunto hampón ruso o irlandés en la costa occidental de Málaga y la autoridad tranquiliza a los ciudadanos: "Los ajustes suelen darse entre delincuentes y la ciudadanía debe verlo como algo lejano", dijo el otro día el subdelegado del Gobierno en Málaga, Hilario López Luna. Y es verdad: son delincuentes los que liquidan sus cuentas a tiros, pero los delincuentes forman parte de la ciudadanía universal. Son ciudadanos sujetos a derechos, a pesar de la moda de considerar a los malvados indignos de todo derecho. Salvo en este matiz, estoy de acuerdo con el subdelegado: se trata de hechos aislados.

Lo preocupante es el sistema económico de la zona, característicamente mediterráneo, basado en la construcción y el turismo, mezcla de intereses privados y públicos. El pueblo entero se beneficia de la fusión entre negocio y política, y, puesto que los prevaricadores suelen justificar la prevaricación, los prevaricadores municipales dicen actuar para felicidad de todos, para el bienestar y el beneficio común. Y es verdad que ha habido en bares y restaurantes una alegría que ahora se echa de menos, no sé si por una ola de moralización general o por problemas de liquidez monetaria.

Ante los esporádicos asesinatos mafiosos, la autoridad pide tranquilidad a los ciudadanos. Y tranquilidad buscan también los bandidos que vienen a la Costa, buscados en su país por la policía o por antiguos compinches o enemigos, como en otros tiempos llegaban nazis que huían de los vencedores de la II Guerra Mundial. Hay otro tipo de delincuencia, tipo Operación Ballena Blanca, en la que participan abogados, notarios y empresarios, un ejemplo de economía globalizada y limpieza de dinero sucio internacional. El producto de tráficos y especulaciones ilegales se transforma en hostelería y construcción. Lo legal y lo ilegal se sostienen mutuamente. Lo privado y lo público se confunden. Creo que a este tipo de bandidismo, interesado en que el ambiente parezca limpio, deben fastidiarle bastante los líos sangrientos entre hampones de pistola.

Roberto Saviano, el periodista que escribió Gomorra, sobre la Camorra napolitana, y ahora vive escondido y amenazado de muerte como si fuera un personaje de sus historias de mafia, habló con EL PAÍS hace dos años. Salía de su refugio porque pensaba que "España está invadida por el dinero de la Camorra". "No entiendo", decía, "que no se preste más atención al fenómeno". Aunque reconocía que a los fiscales y a los especialistas les preocupa la situación, "no parece que exista entre los políticos la conciencia de que la Camorra participa en el desarrollo económico español". Y ponía ejemplos: inversiones en inmobiliarias y turismo en Andalucía y la Costa del Sol. La entrevista, con Laura Lucchini, fue publicada el 12 de noviembre de 2006.

Saviano está en España estos días, presentando Lo contrario de la muerte, nuevo libro con dos relatos, y participando en la Semana de Novela Negra de Barcelona. El caso del crimen en Nápoles es único, aunque allí, como en todas partes, la riqueza ilegal se funde con la legal, y hay un clan camorrista rebelde al que llaman los spagnoli, porque en cierto momento de su historia se exilió en la Costa del Sol. A Saviano quieren matarlo porque faltó a la omertà, la ley del silencio, que obliga a callar las circunstancias de un delito, e impone una solidaridad interesada entre miembros de un mismo grupo. Conviene cubrir las culpas de los demás para salvaguardar los propios intereses. Dicen que omertà viene del napolitano umërtà, humildad, sumisión a las reglas del clan. Aquí, donde estoy, en la frontera entre Málaga y Granada, el otro día echaban la película sobre la Gomorra de Saviano, de Matteo Garrone, pero dio la casualidad de que la máquina se rompió y no empezaba nunca la película, como si respetáramos la omertà.

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