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Columna
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Hombres del tiempo

Dicen que nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena y que miramos al cielo cuando nieva o llueve. Nada más lejos de la realidad. Cuando nieva, truena o llueve nos acordamos de los meteorólogos y de sus familias más cercanas, porque de un tiempo a esta parte les hemos conferido la condición papal de la infalibilidad y por ello les exigimos saber cuándo, dónde, cuánto y a qué hora, minuto y segundo va a llover o va a nevar.

Florenci Rey y compañía están muy lejos de aquel Mariano Medina con aspecto bonachón de maestro rural que en la televisión única jamás nos decía el tiempo que iba a hacer, sino el tiempo que podía hacer. Además sabía cubrirse las espaldas con un lenguaje críptico que se nos hizo tan familiar como indescifrable. En la España única del franquismo anunciar borrascas en la mitad septentrional era un seguro de vida frente al error. ¿Hasta dónde alcanzaba la mitad del septentrión? O ¿hasta dónde llegaba la cuenca del Guadiana o la del Segura? Ni siquiera sabíamos bien dónde residía el persistente anticiclón de las Azores hasta que llegó Aznar y lo situó en el mapa de la tragedia. Mariano era un tipo listo que hablaba de rachas atemporaladas con la misma familiaridad con que un entrenador de fútbol nos cuenta que hay que ir partido a partido. Era el hombre del tiempo sin responsabilidades añadidas.

A los meteorólogos actuales les llueven collejas cada vez que nieva o llueve más de lo debido. Son la excusa perfecta para envolver la ineficiencia administrativa, la falta de medios para hacer frente a los desastres naturales o la mala ordenación del territorio de nuestros pueblos y ciudades. La predicción se ha convertido en la diosa del futuro, la única clave de aciertos y errores. Errores de predicción que sin embargo se perdonan con ligereza a los gurús de la economía. Si no somos capaces de comprender el esqueleto y el aparato circulatorio de nuestro sistema económico, cómo vamos a pretender controlar la naturaleza.

Sabido es que los humanos necesitamos siempre víctimas a las que culpabilizar de nuestros errores particulares. Recuerdo al presidente cántabro, Miguel Ángel Revilla, en sus habituales rachas atemporaladas, culpando a los meteorólogos de anunciar lluvias inexistentes en su tierra con el consiguiente daño turístico. También lo he oído muchos años en Galicia. Pero nunca he oído a los noruegos quejarse de los partes de nieve ni recomendar a sus turistas que no olviden el bañador encima de la tapa del piano cuando viajen a Oslo. Bien está que los meteorólogos se equivoquen, pero no les exijamos además que nos pongan el tiempo a nuestra medida. No creamos que son aquello que cantaba un grupo humorístico en España: "La asamblea de majaras se ha reunido: mañana, sol y buen tiempo". Y todos tan contentos.

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