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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Reliquias de Rasputín

El domingo Roberta Bosco informaba con su habitual solvencia sobre la exposición de Erick Beltrán en la galería Joan Prats de la Rambla de Catalunya. Razones de espacio y de síntesis le impidieron, sin duda, extenderse sobre algunos detalles de vital interés sobre ciertas valiosas reliquias que el artista mexicano afincado en Barcelona ha obtenido, mediante el acreditado procedimiento de la sustracción, para exhibirlas en el mismo centro de la ciudad, de lo cual le quedo eternamente agradecido. Se trata de las uñas de Rasputín, que en la Prats se exhiben sobre un taco de madera pulida y dentro de una caja translúcida, junto a una foto del staretz (hombre santo) y un texto en el que muy oportunamente se reproduce su predicción, desdichadamente clarividente, sobre el destino del imperio. Desde allí, la miserable reliquia ejerce su poder de fascinación y su sugerencia de extrañeza extraordinaria. Como se sabe, las uñas y el pelo son los elementos que siguen creciendo, como sustancia viva, en el cuerpo de los cadáveres y, por eso, esas uñas o recortes de uñas comunican directamente la Rambla de Catalunya con los últimos años del imperio ruso y con una situación política en la que un monje peregrino y piojoso como Rasputín logró colarse en la corte de San Petersburgo y gobernar la voluntad del infeliz Nicolás II, un monarca al que la corona le pesaba como si fuera de plomo macizo y que lloró de miedo cuando comprendió que le tocaba ajustarla sobre sus sienes. Fue un gobernante muy torpe y acabó asesinado por orden de Lenin junto con toda su familia en la casa Ipatiev de Ekaterinburgo. Anastasia screamed in vain, como decían los Rolling, en vano gritó Anastasia. La última camarera de la zarina y Botkin, el médico del hemofílico príncipe Alexis, que quisieron acompañar a la familia real en sus presidios, fueron también asesinados en aquella escena pavorosa del semisótano de la casa del abogado Ipatiev. El pelotón de ejecución tuvo que disparar salva tras salva contra las princesitas, porque se habían forrado los corsés con diamantes y las balas rebotaban.

La profecía de Rasputín (según la cual si moría asesinado por aristócratas, la familia real estaba condenada a perecer) liga esa escena demoniaca de Ekaterimburgo con la muerte del monje dos años antes en el sótano del palacio Moika de San Petersburgo, residencia del príncipe Yusupov, su asesino, que le atrajo con las más seductoras zalemas al sitio de su destino. En la sala de autos del palacio Moika pude ver el año pasado (o el otro) una espléndida instalación con maniquíes en la que Yusupov ofrece una copa de vino y cianuro al monje, ocultando a su vista la pistola con la que le rematará. El mismo príncipe escribió una y otra vez sobre esta ordalía pavorosa, añadiendo o inventando detalles; y según dicen, aunque en su exilio en Francia llevó una vida de mucha caridad y desprendimiento, nunca logró liberarse del recuerdo del crimen tétrico, ladino y oprobioso. Y no me extraña. Aunque lo cometió, claro, con el propósito de salvar la patria del desastre. Para calmar su sentimiento de culpa tal vez hubiera debido hacerse miembro de la secta de los flagelantes, de la que Rasputín era adepto. Éstos creían que no hay salvación posible sin el perdón de Dios, y que para obtener el perdón es imprescindible el arrepentimiento, y que éste sólo se consigue después de pecar. O sea que para salvar el alma hay que pecar. Rasputín pecaba e incitaba a ello a las damas de la alta sociedad, para que fuesen merecedoras del perdón. Desde luego, el perdón, el perdón que viene de fuera y te lava, es un gran invento, es lo más. A fin de año suele dispensarlo el Papa, basta con mirar la tele cuando él reparte su bendición urbi et orbe. Vulgarizando esta historia los negros antillanos del grupo disco Boney M se disfrazaban de mujiks y cantaban en los setenta: Ra, Ra, Rasputin, love of the Russian queen, Russia's greatest love machine... (Amor de la reina de Rusia, la mayor máquina de amor de Rusia).

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