Los motores del cambio en España
El proceso constituyente fue el resultado de movilizaciones sociales durísimas en los primeros meses de la monarquía que bloquearon la cautelosa reforma de Fraga y propiciaron un suarismo más aperturista
A 30 años de la aprobación del texto constitucional, los comentarios dedicados al momento de su aprobación se han referido a la apertura de un nuevo ciclo político en España. Las sociedades buscan un referente originario de su sistema de vertebración, de su propio reconocimiento social, que puede hallarse en el acuerdo generalizado sobre una declaración de derechos y deberes, así como una articulación de los mecanismos de su regulación. Los análisis acerca de las insuficiencias o incumplimientos del texto constitucional no han dejado de manifestar un entusiasmo que rebasa el texto mismo, para referirse a las condiciones en que éste se redactó y, más allá del periodo constituyente, al proceso de la transición en su conjunto. Existe una simplificación retroactiva que lleva a trasladar a las condiciones de 1977-1978 las que caracterizan nuestra sociedad actual. Pero tal simplificación no sirve solamente al objetivo de desautorización del proceso de la transición. Puede operar en un sentido contrario, que consiste en exaltar la Carta Magna por la vía de ignorar o edulcorar el trayecto político conflictivo que llevó hasta él, atenuando el antagonismo crucial existente en aquel momento: el que separaba a quienes no sabían hasta que podrían conseguir cambios democráticos y quienes se planteaban hasta dónde sería preciso ceder a las presiones de la movilización social que hiciera inevitable realizarlos.
Las elecciones fueron mérito de la oposición, no del evolucionismo posfranquista
Hay que reducir mitos de la transición y devolver a la izquierda sus errores y sus aciertos
Ambas actitudes acaban coincidiendo en la infravaloración de tales resistencias y en la envergadura de los cambios obtenidos por dichas movilizaciones. De modo que la visión que ha ido proyectándose es la de una sociedad que parte de un consenso que luego es canalizado, en lugar de hacer de la negociación el resultado de un periodo de confrontaciones políticas tan radicales como las que deben suponerse entre el franquismo y la oposición democrática, liderada por los partidos de la izquierda obrera y por el movimiento sindical y vecinal. Las insuficiencias de la oposición en una correlación de fuerzas adversa y los errores cometidos en una u otra fase de la transición pasan a contemplarse como concesiones gratuitas que cedieron la iniciativa a los dos primeros gobiernos de la monarquía al margen de las posibilidades políticas existentes. Algo que acaba por hacer del reformismo franquista no sólo el sector beneficiado de un proceso político que no era el que habría deseado, sino que convierte a la élite del régimen -lo cual significa que al régimen mismo- en el voluntarioso protagonista de la democratización, una tesis que no han dejado de enarbolar los analistas de la derecha española de aquellos y de estos momentos.
Las condiciones de asimetría en que se encontraba la oposición democrática y el reformismo franquista permitieron el control inicial del proceso por éste. Sin embargo, lo condicionaron de una forma radical que no dio satisfacción a las expectativas de la ruptura democrática inmediatamente, pero sí obligó a llevar un proceso de democratización que no se encontraba en la agenda gubernamental. El examen detallado de un periodo breve, pero atestado de improvisaciones y de modificación de las correlaciones fuerzas, es el único medio de evitar una visión que puede acabar por arrebatar su inicio y su resultado a los demócratas, para depositarlo en manos de la derecha o, en el mejor de los casos, en una tierra de nadie exenta de los conflictos que permitieron la llegada de la democracia a España. A esto y no a otra cosa se refieren tanto la curiosa reivindicación conservadora de responsabilizar a instituciones del régimen franquista de un proyecto democrático para el país, o las que sustentan la imagen de un acuerdo de principio entre los españoles, que sólo tuvo que ponerse por escrito en cuanto el régimen estuvo en condiciones de librarse de sus sectores inmovilistas.
En la opinión pública ha llegado a establecerse la referencia a aquel momento fundacional extendiéndolo a un proceso de reconciliación en el que no sólo se eliminan los proyectos contrarios del régimen y de la oposición para el futuro del país, sino asignando a quienes constituyen la élite del régimen la máxima responsabilidad y el papel de protagonistas reales del cambio, atribuido con una retórica generosa al "conjunto del pueblo", sin distinguir las opciones que distinguían en aquel momento a los españoles. En todos los escenarios, incluido el más crítico con las posiciones de la izquierda, la oposición democrática desempeña un papel secundario, entregada a la iniciativa del reformismo franquista, adaptándose a sus propuestas y renunciando voluntariamente a sus objetivos. He señalado en otros lugares mi escasa complacencia con lo que fueron errores graves de la oposición democrática: desde los que se refieren a un análisis inadecuado de la capacidad de evolución del régimen, hasta los que permitieron una iniciativa política que podría haberse corregido si la primacía de la movilización social no hubiera cedido al paso a una negociación que pasaba a depender cada vez menos de la lucha en la calle. Además, claro está, de las distintas opciones presentes en una oposición democrática plural, que pudieron determinar este desequilibrio letal para poder romper la asimetría del proceso.
Esta posición crítica no exime de un factor que permite comprender, precisamente, lo que debería preocupar a los herederos de aquella oposición democrática, incluso para graduar adecuadamente sus desaciertos y comprender las graves consecuencias que éstos proyectan todavía sobre nuestro sistema. Este factor consiste en comprender que, sin la lucha por la ruptura, ni siquiera se habría producido la reforma. Lo cual no significa que la ruptura fuera posible en las condiciones políticas del año 1976-1977, sino que la reforma podía haber sido esquivada por el régimen, buscando recambios en una democracia limitada como la que se proponía el primer gobierno de la monarquía. También consiste en señalar que el ritmo del cambio no correspondió solamente a la acción de un régimen que no era la cáscara vacía, desprovista de base social, que la izquierda había imaginado, sino a la necesidad de ajustar sus pasos a la presión social que no tuvo siempre los mismos niveles de eficacia ni los mismos grados de unidad, porque la oposición también dependía de la capacidad de adaptación estratégica del reformismo. Tales presiones se realizaron en forma de movilizaciones sociales durísimas, que hallaron una respuesta implacable en los primeros meses de la monarquía: la huelga general de Madrid en enero de 1976, las movilizaciones de Barcelona en febrero o los sucesos de Vitoria en marzo. Esa presión fue la que forzó la crisis del proyecto de reforma inicial de la monarquía y que bloqueó la reforma cautelosa y excluyente de Manuel Fraga. Sin tales movilizaciones no se habría producido la crisis del primer Gobierno de Juan Carlos ni el ascenso de un suarismo dispuesto a mantener el control de la situación por la única vía posible: la apertura de un proceso de negociación que condujo a Ley para la Reforma Política. Ni siquiera en ésta se garantizaba un proceso constituyente que no estaba en las perspectivas de quienes la aceptaron en las instituciones.
Ese proceso constituyente fue el resultado de unas elecciones realizadas en un territorio adverso para la oposición, con un sistema electoral que sigue siendo una lacra de nuestra democracia y con el control de todos los medios de creación de opinión pública y de movilización de votantes en manos de un aparato del Estado al servicio de la UCD. Mas las elecciones mismas fueron un mérito de la oposición, no una intención original del Gobierno ni, mucho menos, del evolucionismo posfranquista. Y su resultado, con más de la mitad del país dando apoyo a la oposición democrática y, en especial, a la izquierda, fue lo que determinó lo que no estaba prefijado: el proceso constituyente en la forma en que se llevó a cabo, rechazando las propuestas más estrechas de su método de elaboración. Comprender la crisis posterior de espacios y horizontes políticos de la izquierda tiene que ver con las penurias de esta fase, pero debe referirse a las condiciones en que evolucionaron las cosas más tarde. La celebración del aniversario debería servir para reducir determinados mitos de la transición y devolver a la izquierda tanto la vigencia de sus errores como la densidad de sus aciertos. O no podremos adjudicar a la derecha ni una cosa ni la otra.
Ferran Gallego es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y autor de El mito de la transición (2008).
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