Diplomacia y dispendio
El vicepresidente del Gobierno catalán, Josep Lluís Carod Rovira, está empeñado en impulsar las embajadas de la Generalitat. La semana pasada inauguró una delegación en Nueva York. Nada objetable. En esta misma ciudad hay otras seis oficinas de comunidades españolas para promocionar la economía y el turismo. Es más que probable que, atendiendo a su legítimo ideario, y aunque no quiera decirlo en voz alta, este tipo de inauguraciones busquen, además, gratificar el imaginario independentista.
Cataluña tiene una red de unas 60 oficinas comerciales y turísticas que trabajan con eficacia del brazo del empresariado catalán. Donde el modelo pincha es cuando a estos establecimientos
se le añaden tareas
tan lógicas como la promoción de la cultura catalana. La necesaria visibilidad de un centro de este tipo ha llevado
a dispendios inútiles como la Maison de la Catalogne en París. Fue un pozo sin fondo que tampoco contribuyó a proyectar la imagen de Cataluña. Al final, la Generalitat la cerró asegurando, eso sí, "que había cumplido su cometido" para optar por unas oficinas en un barrio diplomático cuya visibilidad es dudosa. Carod colocó a su hermano, otro motivo de polémica doméstica, con el encargo de rehacer la representación catalana tanto comercial como ante la Unesco.
Como siempre, el diablo está en los detalles. Es feo, por decirlo de una manera poco diplomática,
que el crecimiento presupuestario para cubrir este despliegue coincida con que la Generalitat reste al capítulo de ayuda al Tercer Mundo 20 millones de euros en el Presupuesto de 2009, lo que la aleja de cumplir con su propio objetivo de aportar el 0,7% de sus ingresos propios al desarrollo. Eso también es política exterior.
También es feo que Carod no quiera detallar el coste de la oficina neoyorquina para no azuzar
una polémica presupuestaria. El secretismo es la mejor manera de hacerlo y más en tiempos de crisis, para todos.
Mucho empeño en tener embajadas, pero cuando esa misma Generalitat ha de explicar en casa Cataluña a un reportero de The Economist no sabe hacerlo. Eso también es política exterior. Y menos cara.
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