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Columna
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Tres meses

Un amigo, profesor en una universidad andaluza, me cuenta lo siguiente. Tres alumnos le comentaron a una profesora que el frío en las aulas hacía difícil seguir las clases, en las que estos días es normal ver a estudiantes con abrigos, bufandas, guantes, gorros y pasamontañas, como si las instalaciones académicas fueran la sala de espera de una remota estación del Transiberiano. Los tres alumnos ateridos no procedían de uno de esos países cálidos donde el frío no existe, sino de Polonia, que en invierno se hiela y en estos momentos sufre temperaturas peligrosamente gélidas. La profesora acudió a una autoridad de la facultad y recibió una respuesta que yo ya había oído: ¿Para qué instalar o arreglar la calefacción si aquí el frío dura muy poco?

Una vez fui a Suecia, a Umea, en el golfo de Botnia, y conocí a una señora que había vivido en Granada tres meses, lo que aguantó, lo que según la autoridad académica dura el frío aquí. La señora, antigua maestra, había decidido vivir después de su jubilación en Granada, ciudad legendaria, pero no pudo soportar el frío granadino, a pesar de las estufas. Me lo contaba en Suecia, a 15 grados bajo cero, cuando se acercaba la primavera. Las casas de Umea parecen provisionales, prefabricadas, de paneles de madera sintética, pero son perfectamente herméticas, caldeadas a 23 grados permanentes en todas las habitaciones. En Granada las costumbres de construcción no incluyen el aislamiento térmico de la vivienda, y el principal instrumento calefactor ha sido el brasero eléctrico, que une a las familias: separarse de la mesa, salir al pasillo, puede ser una experiencia similar a la de adentrarse en las nieves perpetuas polares.

Me llama por teléfono mi muy querido amigo de Cracovia. Polonia está a 20 grados bajo cero, cortada por el frío, pero la gente se reúne en las casas. Había cenado mi amigo el día antes en casa de la poeta Wislawa Szymborska, con afamados escritores y directores de cine, 10 personas a la mesa. Le pregunté qué servicio atendía una mesa tan ilustre y poblada. No había servicio en el piso en el que vive Szymborska desde que ganó el premio Nobel en 1996. Antes sólo podía permitirse una habitación en una residencia para escritores. "Uno de esos inventos de los países socialistas", me dice mi amigo, traductor de la gran poeta.

Szymborska contó en la sobremesa algo que le pasó en la residencia de escritores. Se le rompió la calefacción del cuarto y llamó al encargado de mantenimiento, que examinó los radiadores y anunció que tardaría tres meses en arreglarlos. Szymborska le explicó que el frío era ahora, que podría quedarse helada esa misma noche, no dentro de tres meses. El encargado lo sentía mucho: no había nada que hacer, una cuestión de abastecimiento de piezas, de necesidades y prioridades inaplazables. Pidió el nombre de la inquilina. Szymborska. ¿Szymborska?, dice el empleado. ¿No será pariente de Szymborski, el futbolista?, pregunta. Y la poeta desconocida mintió inmediatamente: por supuesto que era pariente del delantero Szymborski. Al día siguiente tenía arreglado el radiador.

Entonces llamaron a mi puerta, la única vez que sonó el timbre en todo el día. Era una encuestadora, pero yo estaba escribiendo una novela, y me disculpé. No podía atenderla, aunque me dejé llevar por la curiosidad y quise saber de qué trataban sus preguntas. De la crisis. ¿Cuánto durará? ¿Empeorará? Debió ver en mi cara el no sabe ni contesta, el despiste, la perplejidad o la ignorancia que parece caracterizar a algunos gobernantes españoles. Bueno, dijo, también tengo preguntas sobre el frío, la gripe, los resfriados. Estaba yo a punto de rendirme y contestar a todas sus preguntas, pero se dio cuenta de que tiritaba y seguramente me calculó con buen ojo unas décimas de fiebre. "De frío y gripe sabe usted más", pensaría, y se fue, muy amable.

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