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Columna
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Cayo Largo

La vida del soldado siempre es dura. Incluso cuando la guerra se acaba. A veces no podemos soportar la reintegración en la sociedad. O eso dicen. Otras veces sucumbimos a la tentación de ver de nuevo a los compañeros de armas: a los héroes, a los cobardes, a los que nos salvaron la vida y a los que nosotros salvamos la vida. El rumbo tras el armisticio es imprevisible. Y la imprevisión del armisticio, tras el rumbo que un buen día tomamos desfilando hacia el frente, es absoluta. Así es la guerra. Así es nuestra voluntad incontrolada una vez que ha terminado.

Volví para ver a mi compañero de armas tras muchas dudas. Decidí que tenía que volver a verle sencillamente porque era mi compañero. Volví al lugar donde yo sabía que él se refugiaba de todas las pesadillas, de todos los horrores. Dudé, sí, pero volví. No sabía si iba a estar allí. Pero sí: allí estaba. Antes de la tormenta. Antes del Hortensia. Antes de que ellos llegaran.

Una Galicia de John Huston se volvió a aislar. Atrapada por el clima, ella marca sus límites

Tras volver de las trincheras, mi compañero murió a manos de unos gangsters que aparecieron en su refugio. Le engañaron. Más de lo que le podía haber engañado Charly; más de lo que le podía haber engañado el enemigo. Le dejaron al alcance de la mano un arma sin balas. Él creyó que podía huir, matarlos, salvarse y salvarnos a los demás. Estaba a punto de empezar la galerna; cayó a balazos tras empuñar un arma que yo había empuñado antes y que rechacé. No merecía la pena perder la vida por un Edward G. Robinson cualquiera, dije. Él creyó que yo me había vuelto un cobarde. No soy un héroe, pero hubiera dado mi vida por salvar la suya. A pesar de que el que en aquel momento fue mi padre -Lionel Barrymore- estaba convencido de que yo fui más listo ante la adversidad. Sabías que el arma estaba descargada, dijo el viejo, por el peso. No era cierto. Sencillamente sentí miedo.

Me encaminé hacia mi destino advertido de que el vendaval imparable me pillaría en Castilla antes que en Galicia. Pero antes de entrar en mi país todo era sol y buen tiempo. Han vuelto a equivocarse, pensé, han vuelto a mentir para que nadie coja el coche. Cuando llegué al Padornelo, ay, el cuento cambió. Ya desde Benavente avisaban: los camiones tenían prohibido el paso por Pedrafita, por el norte. A la altura de Puebla de Sanabria, por el sur, un cartel advertía que esos trastos enormes no podrían adelantar a los coches hasta Verín. Pero, ay, la nieve, la niebla y la lluvia me pillaron allí y más allá, encerrado en el país en el que mi camarada se refugiaba.

Luché contra la lógica y la lógica ganó. Galicia estaba una vez más aislada. Tras más de 300 kilómetros de sol (a pesar de las previsiones de la televisión nacional) y carretera desierta desde Madrid, llegué a Galicia. Allí volví a ser consciente de lo parecido que es mi país a Cayo Largo cuando hay un huracán. Tuvimos que apuntalar la ventanas para que no volara el tejado. Desde la parte de atrás del coche, el temporal (Edward G. Robinson) gritó: "¡Me llaman enemigo público a mí, que les entregué al público envuelto y atado con un lacito!" Poco después, mi camarada murió a balazos. Los esbirros del temporal sacaron una conversación como de ascensor: dentro de poco volverá la prohibición (del alcohol, creí entender) y quedarán arrasados todos aquellos que quisieron mandar en su momento.

Una Galicia de John Huston, convertida en Cayo Largo, se volvió a aislar. Atrapada por el clima, Galicia marca sus límites. En cuanto uno cruza el cartel verde de "Comunidad de... ; "Provincia de..." el clima cambia radicalmente. No vale preguntar a la autoridad competente si lo que se nos viene encima va a ser tan grave como el Hortensia o como el tsunami de la India. Nadie lo va a saber. Y, si lo sabe, no nos va a contestar. Aterrados, los gangsters preguntan al nativo -a Barrymore- por las consecuencias del vendaval. Las respuestas para el forastero siempre son jodidas: "No se preocupe, hombre, aquí no hay tiburones porque se los comen las pirañas".

Seguí adelante y volví de vuelta a por la chica -Lauren Bacall: la mujer, la amante, el soldado- conduciendo con una mano porque el balazo en el riñón ya me estaba tocando las narices.

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