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Columna
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Sobre la crisis

Hay ocurrencias que sacadas un pelín de contexto producen una irrefrenable hilaridad. Por ejemplo, ¿alguien se imagina ahora a Rodríguez Zapatero (siempre más previsible que Mariano Rajoy, que ya es decir) afirmando con seriedad algo del tipo de "No pienses en lo que la crisis puede hacer por ti, sino en lo que tú puedes hacer por ella"? Un Zapatero que apenas si hace tres meses negaba la existencia de la crisis, poco después admitía que podría haberla, algo más tarde confirmó que la había pero que no era grave, todavía más tarde reconoció que el asunto se las traía, y ahora estamos en que nadie sabe cómo diablos vamos a salir de esta. Todo ello puede producir sorpresa (o cierto sonrojo, como prefieran), pero lo que maravilla es esa tendencia política a sugerir que la crisis ha venido y nadie sabe cómo ha sido, y ya rozamos el asombro si nos referimos a una ciudadanía con su economía doméstica estrangulada que no se atreve a levantar la voz por si acaso se queda todavía sin la poquita que ahora tiene. Ignoro, por otra parte, por qué parece más fácil manifestarse contra la masacre israelí en Gaza que contra los estragos del paro y la pobreza en nuestro país, como si se tratara de un asunto sin importancia que apenas si nos afecta. El otro día, en una cadena generalista, hacían una de esas chuscas encuestas a pie de calle sobre la situación económica, y una buena señora respondía que a ella no le afecta porque es funcionaria. ¿Y en cuántos miles de altos funcionarios pagados por el contribuyente cabe cifrar a los responsables de este desastre sobrevenido?

Recuerdo perfectamente a los socialistas en el gobierno proclamar hace un par de meses que la crisis sería más llevadera para nosotros, porque estábamos en mejores condiciones que otros países europeos. Ni siquiera ese consuelo miserable era cierto, y esta es la hora en la que nadie ha salido a dar la cara para reconocer sus errores. Porque alguien tiene que haberse equivocado al valorar la gravedad de los síntomas, y así como al cirujano que yerra de una manera grave en el diagnóstico o en su intervención se le recrimina antes de interponer la consiguiente denuncia, los ciudadanos deberíamos disponer de los instrumentos necesarios y precisos para sancionar de manera determinante la negligencia de los gobernantes y de sus secuaces, unos instrumentos que no deben limitarse al dictamen de las urnas cada cuatro años. La codicia lo mismo se hace pasar por un rasgo de carácter que por uno de los atributos de la moralidad, pero lo cierto es que acostumbra a obtener beneficios nada desdeñables. Y la economía aspira en vano a convertirse en una ciencia porque juega a ignorar que depende de una conjunción de conductas a menudo imprevisibles.

La vicepresidenta Fernández de la Vega, que es tan optimista antropológica por lo menos como Rodríguez Zapatero, asegura que saldremos de esta, ya que hemos salido de otras peores. Lo malo es no sólo que no explica cómo sino que además utiliza ese curioso argumento contra Mariano Rajoy, como si el pobre aspirante popular tuviera la culpa de nada. También yo creo que saldremos. No sé cómo ni cuándo, pero saldremos. Entre otras cosas, porque no hay otro remedio. Mientras tanto, es la hora de ver qué se hace con quienes ya no llegarán a tiempo de salir de ningún sitio y de tomar las medidas pertinentes para que el próximo tsunami de estas características no nos pille otra vez en bolas tomando el sol en la playa.

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