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Columna
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Un invierno en Bulgaria

El invierno en Bulgaria se erigió por sorpresa como uno de los temas del día en el bar de la esquina: "Los búlgaros, ésos sí que lo están pasando mal", comentaba un parroquiano aterido que tendía sus manos hacia la catalítica, única fuente de calor del establecimiento, si exceptuamos los efluvios de la plancha, los vapores de la cafetera y los alientos concentrados de la clientela matutina sobre la barra. "Supongo que si les han cortado el gas, también les habrán cortado el butano", se apostilló a sí mismo el recién llegado mientras la concurrencia rumiaba los comentarios correspondientes.

El vaho se condensaba en los cristales y creaba en el interior del bar un efecto invernadero. Fuera, sobre las aceras heladas, los escasos viandantes avanzaban como pingüinos, con las alas extendidas para mantener el equilibrio y los ojos bajos y avizor para detectar las placas de hielo.

"No sé cómo lo estarán pasando los búlgaros, pero mira ésos". Ésos estaban en la pantalla de televisión y las cámaras no retransmitían desde los alrededores de Sofía sino desde las entradas a Madrid por diferentes autopistas y autovías. El aeropuerto de Barajas rizaba el rizo de su problemática rutina de cancelaciones y demoras, de huelgas encubiertas y descubiertas, con un cierre total de sus instalaciones, esta vez por razones meteorológicas, una fuerza mayor que englobaba por unas horas todas las fuerzas menores que volverían a desatarse, aún con más ímpetu, en cuanto la climatología diera un respiro.

La nevada aisló a Barajas del mundo y también de Madrid. Paradoja de paradojas, el aeropuerto, centro de comunicaciones, quedó incomunicado por aire y por tierra y se transformó en islote de náufragos y vía muerta hacia ninguna parte.

Empeñados en buscar un culpable, y tras cruzarse las correspondientes acusaciones y descalificaciones, los representantes de los poderes central, autonómico y local hallaron un lugar común entre tanta discrepancia y desviaron las culpas a los meteorólogos, a los que por un día y para su desdoro se les había otorgado el título de infalibles augures introduciendo a la meteorología en el ámbito de las ciencias exactas. Y, mientras los políticos analizaban y debatían sobre lo mal que lo hacían sus rivales y exigían cabezas en vez de quitanieves, en las carreteras de la región los automóviles varados se convertían en iglús y sus ocupantes estremecidos esperaban la aparición de los jabalíes, después vendrían los lobos. Ellos tendrían la culpa de todo, ni Fomento, ni la Comunidad, ni el Ayuntamiento, los lobos, y quizá los ecologistas con su afán por preservar tan dañina especie. Para los ecologistas, que son los comunistas de hoy según la preclara opinión del Aznar de los Aznares, el hombre es un lobo para el lobo y si un día tuvieran que elegir por la supervivencia de una u otra especie, humana o lobuna, ya se sabe de qué lado estarían. Los ecologistas, además de comunistas, son gafes, dan la brasa con lo del calentamiento global, y así te pillan desprevenido cuando arrecian los fríos siberianos y los temporales árticos.

Hay mucho ecologista infiltrado entre los meteorólogos, o viceversa, y esta combinación de ecología y meteorología es una poderosa herramienta dialéctica que va minando la credulidad de las gentes en la presunta capacidad de autorregeneración del sistema. Para combatir a escépticos e incrédulos se necesitan argumentaciones sólidas y bien meditadas como la expuesta por Ana Botella, concejal de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Madrid y fiel seguidora de las tesis antiapocalípticas de su marido, que, interrogada sobre los efectos de la nevada, aseguró que la situación en Madrid era "aceptable", para concluir con una irrebatible sentencia del maestro Pero Grullo: "Estamos en invierno y nieva". Esto es algo que no pueden rebatir fácilmente ni los ecologistas, ni los meteorólogos, ni los miles de madrileños que afrontaron las nieves y los hielos.

"Hoy todos somos un poco búlgaros", sentencia uno de los contertulios de la catalítica, al que han estado a punto de cortarle el gas, como a Bulgaria, por un malentendido con la factura. "Pues ya verás cuando vengan los rusos", subraya el enterado en cuya boca agorera resuenan amenazantes los nombres de Gazprom y Lukoil, celosos guardianes del fuego sagrado que brota de las entrañas de sus tierras congeladas.

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