_
_
_
_
LLAMADA EN ESPERA | ARQUITECTURA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Indochina

Estrella de Diego

Tenía razón Leon Werth al comentar en su libro Conchinchina, de 1926, que Saigón parece una ciudad de provincias francesa, un poco como "Passy, pero con las casas llenas de balaustradas Luis XIII y columnas maravillosas. O te gusta Saigón o no te gusta".

Pese a todo, si la suerte acompaña y llegas al sitio idóneo, el día exacto, de la mano del desconocido apropiado, puedes bailar La vie en rose de Edith Piaf de esa forma intensa en la cual se baila cualquier último tango -para perderse-. Dando sorbos cortos al whisky sour el tiempo se detiene de repente y tú con el tiempo; y regresa al cerebro -intoxicado por el humo y las vistas del río- cada viaje mítico, desde el trayecto inconcluso del poeta Paul Eluard hasta la estancia revolucionaria de Malraux.

Pero no has visto nada aún; ni has bebido nada, ni bailado lo suficiente. Saigón es sólo la escala de un trayecto. Casi cerca, en medio de la llanura camboyana, se levanta la insondable Angkor, las entrañas del inmenso imperio khmer que fascinó a los estudiosos franceses del siglo XIX, enamorados de esa belleza rara, inconmensurable y aprisionada entre la vegetación. Todavía atrapa en sus reiteraciones sobrecogedoras. Si quedara un último viaje por hacer, si se pudiera hacer un único viaje en la vida completa, éste debería ser a Angkor, el trayecto que sosegó la tristeza de Max Ersnt después que Gala Eluard le dejara planteado, en medio de Indochina, para fugarse a París con el marido -qué absurdo final de una historia moderna-. Visitar los templos piramidales -montañas cósmicas-, reflejados en el estanque, aprisionada imagen contingente, duplicada a veces, multiplicada en esa insistencia terca que a los ojos occidentales se camufla bajo repeticiones.

Apenas un detalle y cada lugar adquiere un relato propio, quizás porque visitar Angkor, como las cosas de la vida que importan, supongo, exige tiempo. Y paciencia. Y una bicicleta para todos esos kilómetros de misterio que cada amanecer obliga a afrontar como quien deposita una ofrenda. No hay que quedarse prendido en las rutas más obvias, aunque se trate de bellezas deslumbrantes como las del conocido Angkor Wat, recreado en la Exposición Universal de París de 1931, o de emociones profundas como Ta Prohm, asfixiado entre un kapok y una higuera que, consagrado a la "señora de la perfección del saber", la madre de todos los budas, hace soñar en su sometimiento a la naturaleza con los primeros arqueólogos y aquellas emociones desordenadas. Hay que buscar caminos poco frecuentados y dejarse soñar. Llegar allá donde las estructuras tiemblan y se levantan modestas: Krol Ko.

Ojalá me quedaran palabras o las hubiera tenido alguna vez para describir esta belleza intensa, pienso ante La Dogana y Santa Maria della Salute de Turner, expuesto en la muestra Venecia de la Fundación Beyeler -no la pierdan de vista con el luminoso Sam Keller al frente, seguro que da sorpresas, muchas, como ocurrió con la feria de Basilea bajo su dirección-. La Salute, prodigiosa como la arquitectura camboyana, tiene en la tarde suiza, vista por los ojos de Turner, un poco de Angkor, quizás porque el agua atrapando a la historia y al tiempo, al tiempo cargado de historia, a las arquitecturas pensadas para reflejarse, despierta abismos que no consigo definir.

Luego, sentados en el bar, te confieso que veo Angkor en todas partes: se me ha clavado en la pupila. Lo vi ayer, saliendo de la Biblioteca Nacional de Madrid, cuando tomé el monumento a Colón por un templo de los apartados. Te ríes, me consuelas -les pasa a muchos-. Tú sí que eres Saigón. Te robo el cigarrillo y doy una calada. Qué forma absurda de fumar de nuevo. El templo me ronda. Un coup de foudre. Golpe de rayo, trueno. Indochina.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_