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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Historia de un fracaso

Nunca como en los últimos años se han dado condiciones tan favorables para el avance hacia la construcción en España de un Estado federal. Por una parte, los nacionalismos que habían empujado desde 1998 hacia una especie de confederación de naciones salieron algo más que trasquilados en el intento. Y, por otra, y como resultado de la fatiga producida por estas huidas hacia delante, un sentimiento como de cansancio después de tantos años con la política girando en torno a cuestiones identitarias se tradujo en las urnas en un estancamiento, y hasta algún retroceso, de los partidos nacionalistas y en el incremento correlativo de los partidos de ámbito estatal.

A esta nueva relación de fuerza se sumaba la convicción mayoritaria de que la Constitución de 1978 no sólo era reformable, sino que estaba necesitada de reforma. No se trataba de una ventolera que de pronto hubiera soplado sobre la opinión; se trataba, por el contrario, de la confluencia de un sentimiento generalizado con los informes de expertos constitucionalistas, que apuntaban en la misma dirección. Dar por agotado el principio dispositivo que guió el proceso en sus primeros pasos, nombrar por su nombre a todas las comunidades autónomas, especificar las competencias estatales, convertir el Senado en una cámara de auténtica representación territorial, aparte de reforzar o crear organismos de cooperación intercomunitarios y de las comunidades con el Estado, eran objetivos posibles y necesarios, o al menos eso llegamos a creer.

Lo creímos porque todo eso estaba al alcance de la mano y hubiera gozado de un amplio apoyo entre la ciudadanía. Más aún, esos objetivos formaban parte de los programas de los partidos y fueron evocados por el candidato a la presidencia del Gobierno en el debate de investidura del 15 de abril de 2004: "Quiero instituir -dijo entonces el señor Rodríguez Zapatero- una Conferencia de Presidentes que será el complemento idóneo de un Senado reformado". Con la actividad de ambos foros -Conferencia y Senado-, añadió, "será fácil abordar la reforma de los instrumentos de cooperación interterritorial e instrumentar la participación de las comunidades en la conformación y en la expresión de la voluntad del Estado en la Unión Europea".

Conferencia de Presidentes como complemento de un Senado reformado con el propósito de reforzar los instrumentos de cooperación entre las comunidades autónomas: ése era un proyecto de Estado de los que hacen historia. Pero ese proyecto, que hubiera implicado una reforma constitucional, fue sustituido a las primeras de cambio por la apertura de un proceso de reforma de estatutos bajo la consigna de barra libre. Como siempre, la Generalitat fue la primera en echarse al agua, convencida de que en esta ocasión la piscina estaba llena. Luego vino la Junta de Andalucía, y después, Valencia, Baleares..., reproduciendo la misma espiral que por vez primera se puso en movimiento 30 años antes.

Ese modelo de afrontar por emulación las cuestiones que la Constitución dejó abiertas es el que por desgracia se ha impuesto como pauta de relación entre el Gobierno del Estado y los Gobiernos de las CC AA. Ni la Conferencia -por cierto, ¿qué fue de ella?-, ni el Senado, ni los instrumentos de cooperación interterritorial han desempeñado papel alguno en la elaboración de la nueva fórmula de financiación llamada a sustituir el Acuerdo 2/2001, del 27 de julio, del Consejo de Política Fiscal y Financiera. Sin avanzar nada hacia el modelo de federalismo cooperativo, parece como si hubiéramos entrado en una fase de aguda desinstitucionalización que, eso sí, sigue una pauta familiar: el presidente de la Generalitat plantea unas exigencias; el presidente del Gobierno negocia y concede para no perder los apoyos necesarios; luego llega el presidente de la Junta de Andalucía y exige lo mismo; tras él, todos los demás.

¿Podemos seguir así? Hombre, por poder, podemos. Llevamos 30 años pudiendo. Pero hasta ahora, la pauta seguida era, en términos generales, la historia de un éxito punteado por pactos entre los dos grandes partidos y acuerdos sobre sistemas de financiación aprobados en el Consejo de Política Fiscal. Este modelo dio en 2001 todo lo que podía dar de sí. A partir de ahí se extendió la convicción de que se debía proceder a la reforma constitucional que cerrara en lo posible el sistema. La política a corto plazo se interpuso y el objetivo se abandonó sin que nadie haya ofrecido ninguna explicación. Con un resultado: seguir como hasta ahora no es ya la prueba de un éxito, sino la de una pérdida de rumbo que vale como un fracaso.

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