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2009, el año previo al de la recuperación

Antón Costas

Cuando hace unas semanas me pidieron que moderase un debate entre empresarios para hablar de la situación económica, hice una recomendación a los que iban a intervenir. "¡Aquí se viene llorado!" dije, ante el temor de que la sala se convirtiese en un valle de lágrimas.

De tanto hablar de la crisis y compararla con la de los años treinta, una neblina de miedo y derrotismo ha empapado el espíritu de la gente. Un derrotismo que, y eso es lo peor, afecta a muchos dirigentes políticos y empresariales.

Hablemos, pues, de soluciones y de actitudes positivas.

Vayamos primero con las actitudes. De esta crisis saldremos. No es acto de fe, es puro pragmatismo. A finales de 2007, cuando todo era aún alegría, les dije que la crisis que venía era algo más que una suave desaceleración. Ahora que todo es pesimismo hay que recordar que después de la tempestad siempre viene la calma. El ciclo económico es así, como una gripe, que tiene su propio recorrido. Eso sí, podemos favorecerlo o empeorarlo con nuestro comportamiento.

Se trata de sobrevivir en tiempos de crisis, algo a lo que ayudará la reducción de precios de fabricantes y comerciantes

Mi impresión es que ésta no es la peor crisis que hemos vivido. Fue peor la de 1979-84, cuando desapareció un tercio de la banca y hubo que cerrar grandes sectores, como el siderúrgico, el naval y el textil. Entonces el problema era de oferta y de costes. Ahora es un problema de demanda, un problema provocado por el miedo y la desconfianza causada por el fraude masivo que se ha practicado desde el sistema financiero.

A corto plazo, la prioridad es hacer retornar el consumo. Es necesario sostener un cierto nivel de demanda agregada: la suma del consumo privado de las familias, la inversión de las empresas y el gasto de los gobiernos. Sin esa demanda, las empresas cierran, el desempleo aumenta y el malestar social y la pobreza se agudizan.

¿Cómo? Hablando sobre la crisis en estas vacaciones en mi parroquia gallega, escuché tres propuestas. El pequeño contratista que hace las obras en mi casa está esperanzado con que la convocatoria de elecciones gallegas y vascas aumente el gasto público. Su deseo sería que hubiese elecciones en todas las comunidades autónomas. Por su parte, la dueña de la mercería está contenta viendo como se recuperan las ventas con las rebajas. Desearía que fuese Reyes todo el año. Por último, un amigo sindicalista defiende la necesidad de no reducir los salarios y de aumentar el salario mínimo. Es su propuesta para mantener el consumo y salir de la recesión.

Parecen propuestas populistas, parciales e interesadas, pero tienen fundamento en la teoría económica. Podríamos decir que son soluciones keynesianas, recordando el análisis y las soluciones de John Maynard Keynes, más tarde lord Keynes, a una situación similar que vivió la economía en los años treinta del siglo pasado.

Después del desplome de Wall Street un martes negro de octubre de 1929, que contagió al resto del mundo, y de la aparición de fraudes financieros al estilo del de Madoff, la desconfianza llevó a los banqueros a no dar crédito y a la gente a dejar de consumir para ahorrar. La economía entró en lo que Keynes llamó una "trampa de liquidez", una situación en la que por más dinero que se inyecte para que la banca dé créditos y por más que se bajen los tipos de interés oficiales para que la gente consuma y los empresarios inviertan, todos prefieren atesorar esa liquidez antes que gastarla. El consumo privado desaparece.

Ante esa trampa, lord Keynes defendió la intervención masiva del Estado en dos frentes. Por una parte, incrementar el gasto público para mantener el empleo y los ingresos de la gente que tiene mayor propensión a gastar, que son los trabajadores de bajos salarios. Por otra, política monetaria cuantitativa, comprando activos a la banca, sanearla y bajar los tipos de interés a largo plazo, que son los que determinan el coste del crédito para las familias y empresas. No pretendía sustituir el capitalismo por el Estado. Su visión era más pragmática: reconocía que los mercados no son perfectos y necesitan de la intervención pública. No es casual que 70 años después las soluciones pragmáticas vengan de nuevo del Reino Unido.

Pero esa expansión fiscal a corto plazo para mantener la demanda y el empleo choca ahora con dos actitudes.

Por una parte, con el síndrome del alcohólico rehabilitado que sufren algunos responsables políticos y económicos. Recordando lo que costó acabar con el déficit público de los años ochenta, ahora, como les ocurre a los alcohólicos reformados, no quieren oír hablar de alcohol. Temen que los déficit eleven los tipos de interés a largo plazo y dificulten la recuperación. Pero en las condiciones actuales esa preocupación no tiene fundamento: la expansión fiscal es la garantía de la salida a la recesión y de la prosperidad futura.

Por otra parte, la medicina fiscal choca también con la ideología de los que creen que las recesiones y el desempleo son una terapia necesaria para purificar el cuerpo de los excesos de la etapa anterior. Pero eso no es teoría económica, es moralidad seudorreligiosa. Olvidan que los excesos no los cometieron los trabajadores, que son los más afectados por la crisis.

Hay que volver a beber del déficit público, procurando, ¡ay!, no caer en el alcoholismo. Se trata de sobrevivir en tiempos de crisis. Algo a lo que ayudarán las reducciones de precios por parte de fabricantes y comerciantes. No es casualidad que las ventas se hayan recuperado con las rebajas de Reyes. Esas caídas de precios en otros bienes, como las viviendas y los coches, ayudarán, y mucho, a salir del bache del consumo.

Hoy, en este inicio de año, lo importante es pensar que, dentro de lo mal que estamos, si hacemos bien las cosas, 2009 puede ser el año previo al del inicio de la recuperación. Esperemos que así sea.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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