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Columna
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Dios en Marte

Manuel Rivas

Quien salva una vida, salva el mundo entero. Es una de esas verdades talmúdicas que no se erosiona por el tiempo. Ahora, cada día, tenemos que enfrentarnos al envés. Quien destruye una vida inocente, destroza la humanidad. Las justificaciones que nos llegan tienen una estructura morfológica de bombas de racimo, aunque lleven el logo de Dios por uno y otro lado. El único lenguaje que resiste la prueba de la verdad es el llanto prensil de las madres, ese abrazo ululante que intenta retener lo amputado. Ahí está el centro de la historia. Cada cuerpo era un paraíso. Gaza no es Hamás. Cuanta más violencia, más Hamás y menos Gaza. Los fanáticos creen que incluso en el cielo, más allá de la muerte, seguirá habiendo guerra. Es la idea del "paraíso belicoso". ¿Cómo no se previó que el fracaso de la izquierda palestina, de su nacionalismo laico, consagraría el partido del odio y el triunfo de los que pretenden la destrucción de Israel?

Bachelard se refirió a la pintura de Chagall, esa aldea universal de realidad y ensoñación, como un "paraíso inquieto". Habitar lo inquieto, eso es la vida. El principio de convivencia. En Oslo, en 1993, pudo nacer el "paraíso inquieto". Había dos inteligencias dispuestas a la paz, Isaac Rabin y Arafat. Un mediador convencido: Clinton. Había pacifistas y palabras que habían sobrevivido a todos los venenos. La conjura contra Oslo fue un descaro. La paz alcanzada era una mala noticia para los concesionarios del Dios guerrero y para los explotadores del "paraíso belicoso". El asesinato de Rabin. La humillación al viejo Arafat. El oráculo neocon a toda máquina, inspirando al presidente probablemente más tonto de la historia. El extremismo religioso. En el "paraíso belicoso", la falta de Dios es compatible con su exceso. Y eso es lo que tenemos: Dios en Marte, con sus dos satélites. Fobos y Deimos. El temor y el terror.

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