¡Se van a enterar en Moscú!
En los años de los que algunos no quieren acordarse había un periodista que se sentaba ante la máquina de escribir, en la Redacción de El Español o del Arriba, y exclamaba:
-¡Se van a enterar en Moscú!
La costumbre sigue hasta nuestros días. Pero como Moscú ahora puede esperar el grito del periodista contemporáneo va contra La Moncloa, contra Génova o contra sus sucedáneos. Cuando no aconseja a los presidentes o a los ministros cómo debe llevar a cabo los planes económicos o agrícolas, amenaza con el infierno a los que no son de su agrado, y festonean sus columnas o comentarios de denuestos y bromillas que si se dijeran ante su propio espejo resultarían equivalentes a ataques personales, es decir, contra la libertad de expresión.
Humor, sencillez, rapidez, mala leche, buena leche: Jorge de Ibargüengoitia
Cada periodista tiene su metralleta y la dirige contra la trinchera enemiga, para que se entere. Y lo hace juntando las cejas, explicando cuánto le duele el corazón de España, es decir, su corazón. El comentarista no se equivoca, su diana da siempre en su sitio.
Ese hábito del que fue un adelantado aquel periodista del franquismo contamina aún el articulismo nacional, que bebe de lo que pasa tanto como bebe de lo que los medios dicen que pasa. Si no existieran los periódicos de hoy, u otros medios, qué harían los comentaristas de mañana, que esperan en sus casas el cadáver de la información, sobre la que cosen sus argumentos. Y si la realidad cambia, o es otra, allá que se las apañe la realidad. Él ya hizo sus deducciones, son las que valen.
Un articulista de los de ahora, que también es como un articulista de los que dicen "¡Se van a enterar...!", confundió una vez en una tertulia a un político con un empresario de su mismo nombre, y arremetió contra aquél hasta que uno de los dos deshizo el entuerto. Pero fue para bochorno del argumento, porque el periodista siguió impávido reiterando sus denuestos como si la rectificación fuera menos válida que su errata.
Otro comentarista, enfrentado ante la tragedia de que el AVE había perdido la E de España, arremetió contra el Gobierno actual; no varió un ápice su cabreo cuando se supo, y se sabía, que esa E cayó por una decisión de los que antes administraron este país y no por los que ahora lo gobiernan en contra, parece, de la esencia nacional.
Es una cuestión de humor, es decir, de mal humor. Las cejas de este país cogieron carrerilla hace años, y la solemnidad habitó entre nosotros y se hizo sitio en ese espacio de los periódicos donde la gente tiene la tentación de imitar a aquel periodista colérico. No siempre fue así, ni todos son así, claro que no, ni en todas partes es así. Javier Marías ha tenido ahora la feliz ocurrencia de editar, en su sello de Redonda, un libro que es una espléndida isla en la que pueden solazarse los lectores que buscan respiro.
Esa isla se llama Revolución en el jardín, una colección de textos periodísticos del mexicano Jorge de Ibargüengoitia, acaso el columnista más célebre pero más desconocido de la prensa en español. Tuvo la mala idea de morirse en 1983, en medio de la desgana que a este país (España) le entró con respecto a la literatura iberoamericana, de modo que sus novelas y sus textos se fueron con él y se perdieron casi al tiempo que se estrellaba el avión en el que iba a Colombia a un congreso de escritores; con él iban otros escritores (Ángel Rama, Manuel Scorza, Marta Traba...) que también fallecieron en aquella tragedia.
A lo largo de los años, este Ibargüengoitia que hizo teatro (y no lo siguió haciendo porque su nombre era más grande que los afiches...) escribió unas columnas extraordinarias sobre todo en Excelsior de México; volver a ellas, oportunidad que ahora abre en España esta edición de Redonda, preparada por Juan Villoro, un destacado sucesor suyo, abre el apetito para celebrar la existencia de uno de los más brillantes contadores de historias (periodísticas y no) que haya existido entre nosotros en este último medio siglo.
¿Qué tiene Ibargüengoitia? Aparte de un nombre tan difícil de recordar como de reproducir sin mirar la cubierta del libro, Jorge tiene humor, sencillez, rapidez, información, ingenuidad, cultura, mala leche, ausencia de mala leche, rigor, duda, ingenio. De todos esos valores, que si se ponen en la coctelera adecuada dan un periodista o un columnista genial, o incluso un hombre de teatro, e incluso un político, el que más destaca es la sencillez. En esta antología del autor de Relámpagos de agosto hay dos pequeñas obras maestras que sirven para que los maestros actuales del periodismo les digan a sus discípulos cómo tienen que huir de las cejas altas. Uno es la crónica que escribió cuando murió su madre y otro es el relato que hizo cuando volvió de Cuba a México en 1964, cuando no se decía aún que a la adoración a la Revolución cubana había que ponerle límites.
Esos textos equivalen a un libro de estilo, y tendrían que formar parte de la antología mental del columnista (y del periodista) contemporáneo, español y de cualquier sitio. Pueden leer el resto del libro (y de Ibargüengoitia), es obligatorio (y lo ha dicho aquí ya varias veces Enric González), pero sin esos dos textos quedaría cojo cualquier reportaje sobre lo mejor que uno haya leído nunca. Díganlo, que se enteren en Moscú.
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