Un puñetazo solar
Es apropiado conmemorar la obra de Joan Miró, transcurrido un cuarto de siglo de su muerte, en un tiempo en que se nos ofrece con frecuencia gato por liebre. Su incombustible mosaico creativo sigue vivo contra el viento del olvido y la marea de pinturas con fecha de caducidad. Persiste en su obra algo esencial, surgido de una profunda intuición pictórica y un latente impulso poético, que se manifiesta a través de su distintivo equilibrio no tan sólo formal sino, sobre todo, como una conciliación de contrarios, una tensión indefinible por la que se nos desvela una imagen cósmica con mirada primigenia. El caos se transforma en nueva posibilidad y en este otro equilibrio Miró nos entrega el secreto de la realidad de las apariencias.
Su obra es una experiencia de libertad contra toda retórica impuesta y lejos de cualquier resignación
La irradiación de su legado pictórico y escultórico aniquila todos los refritos y las usurpaciones cometidas con su mirografía. Sigue siendo un puñetazo solar con el deseo de pro-vocar una sensación física, para llegar a lo anímico. "El arte puede morir", anotó, "pero lo que importa es que haya esparcido gérmenes sobre la tierra".
Hoy, cuando el espacio es una dimensión primordial de nuestro imaginario, su ingrávida obra estimula nuestra ávida mirada e invita a recorrer el vuelo de sus enigmáticos personajes nocturnos, sus vías lácteas, el curso de sus astros... renovando el mito más fundamental de la historia humana que es el conocimiento de nuestro origen.
Todo ello, claro está, muy lejos del tópico de colgar a Miró un carácter de ingenuidad infantil, reduciendo su obra a un festín cromático y expresivo. Cuando su pintura es una experiencia de libertad contra toda retórica impuesta y lejos de cualquier resignación. Asesinó la pintura como simulacro de la realidad al clavar el puñal hasta tocar el corazón mismo de la pintura. Tras la eclosión, vino la aparición de la pureza. Miró transitó "la noche oscura". En una carta a Picasso de 1925, escribe: "Prefiero ir toda la vida siempre en la tiniebla y al final de mi existencia descubrir una chispa, algún rayo de sol puro...". Noche de Miró transfigurada, donde no existe otra cúpula que el firmamento. Los horizontes poblados por el imaginario de Miró no son paisajes históricos, son perpetuos.
Como en un incendiario espectáculo del universo, Miró inicia al final de la década de los treinta su serie de 23 Constelaciones. Son gouaches y témperas de pequeño formato pero de apariencia monumental. Lluvia de ojos, sexos, diábolos y magnéticas irradiaciones de estrellas como en un pictórico relato de cosmología. Según el propio pintor estos trabajos tenían su origen en la música y en los reflejos sobre el agua, realizados en un momento de gran pesimismo, cuando todo lo veía perdido, por la invasión nazi en Francia y la victoria franquista en España. Estaba convencido de que no le dejarían pintar más y sólo podría ir a la playa a dibujar en la arena o trazar figuras con el humo de un cigarrillo... "Al pintar las Constelaciones tenía de verdad la sensación de trabajar en la clandestinidad, pero a su vez supuso una liberación porque así no pensaba en la tragedia que me rodeaba", decía. Miró pinta con nocturnidad estas insólitas constelaciones como una obra trágica y luminosa. Con el mironiano estallido de sus Constelaciones creó una topografía poética y pictórica que latió en pleno siglo XX y aún en el presente.
En Miró no hay distinción entre pintura y poesía. Los títulos de sus pinturas, incluso en ocasiones caligrafiados en ellas mismas, no son baladíes sino, por el contrario, nos ofrecen pistas poéticas en el recorrido de nuestra contemplación. Es conocida aquella apreciación suya en uno de sus cuadernos: "Que mi obra sea un poema musicado por un pintor". Asimismo, celebró la poesía en memorables ediciones bibliófilas en donde su colaboración como pintor, más que ilustrar, consiguió iluminar con su halo los escritos de una selecta cantera de poetas. Entre ellos, el poeta Joan Brossa, quien en más de una ocasión lamentaba que Miró no hubiera trabajado en el cine como medio de expresión: creía, con razón, que una película de dibujos realizada por el pintor hubiera sido una experiencia insólita.
Fue iniciática, en mi adolescencia, la posibilidad de oír hablar de Miró a uno de sus cercanos amigos de siempre, el poeta J. V. Foix. El primer libro que ilustró Miró fue Gertrudis (1927) con unas prosas poéticas de Foix. Tiempo después, el poeta escribiría un bello texto Miró: pesebrista astral. En aquellos años fue para mí también reveladora la visión de Interior holandés, Bodegón con zapato, El oro del cielo azul, El bello pájaro que descifra lo desconocido a una pareja de enamorados y muchos otros mirós mostrados en la magna exposición del Antic Hospital de la Santa Creu en Barcelona, en noviembre de 1968, organizada por el Ayuntamiento y, a la par, la sorprendente muestra extraoficial que se presentó con el título de ORIM: Miró otro en el Colegio de Arquitectos, para la cual Miró pintó un efímero y desafiante mural en la fachada vidriada del edificio. Tiempo después, me llegó la ocasión de conocer a Miró personalmente con motivo de una presentación de mis trabajos en el espacio de Sa Plata Freda de Son Servera en Mallorca, que Miró visitó observando mis obras con atención y en un silencio tan sólo interrumpido por alguna cuestión relacionada con los materiales utilizados, o la exclamación "punyeta", que yo recuerdo como generosa expresión de asombro. Pasamos el día juntos y almorzamos con otros amigos a la sombra de un gran árbol. Al levantarnos de la mesa, Miró guardó para sí un gran pa de pagés de costra dorada y abierta como una estrella. Transcurrida la jornada, en la despedida, le anuncié mi inminente viaje a México para una larga estancia. Manifestó interés por aquel país que no conocía y que le hubiera gustado visitar, pero ya no se veía con ánimos, añadiendo que era necesario viajar, conocer otras culturas, pero siempre con los pies arraigados y los ojos abiertos.
Años después de su muerte, visité el taller de Son Abrines a las afueras de Palma, donde se conserva la atmósfera Miró con los objetos elegidos por el ojo del artista, y de algunas piezas de artesanía popular emplazadas en diferentes anaqueles que Miró denominaba su "pinacoteca". Recordé entonces unas imágenes captadas por Francesc Catalá-Roca, uno de los pocos fotógrafos, si no el único, a quien el pintor permitió utilizar con toda libertad su cámara fotográfica o filmar mientras trabajaba en su obra. Eran unas imágenes del mismo lugar donde me encontraba, pero entonces rebosante de pinturas y en plena tarea del artista y, ahora, desangelado. Ya a punto de salir del taller tuve un feliz sobresalto al ver sobre una de las mesas el catálogo de mi obra mexicana realizada en Oaxaca en 1978. De nuevo me vino a la memoria Catalá-Roca cuando decía de Miró: "Es como un caracol, que mientras lo dejas hacer, va bien, pero cuando intentas tocarlo, se esconde...". Intacto, Miró.
Frederic Amat es artista y escenógrafo.
Babelia
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