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Columna
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De Madrid al cielo

No cabe duda de que Madrid necesita otro aeropuerto, aunque hoy nadie piense en otra cosa que en el sorteo de Navidad. Sería un milagro que esta creciente ciudad tuviera las infraestructuras que exige, con previsión para un quinquenio. No sé cómo nos las arreglamos pero los sueños faraónicos se volatilizan antes de despertar. La gigantesca apuesta por la Terminal Cuatro (de ahora en adelante, T-4, denominación incorrecta, porque tanto es de salida como de llegada) se está quedando pequeña, y sobra mucho espacio, en aras del triunfo arquitectónico. Con la licencia de la senilidad, recuerdo el primitivo Barajas, cuando los coches llegaban a la misma puerta que, franqueada, nos situaba en una modesta nave, compartida con el despacho de billetes, una modesta cafetería y el bajo mostrador de la Aduana, donde los carabineros hurgaban los equipajes que iban a París o a Barcelona, Sevilla, Zaragoza y ultramar. Se podía exigir que los guardias tuvieran los guantes blancos puestos para investigar en las maletas. A veces nos encontrábamos con el copiloto que dos o tres horas antes había agarrado una buena pítima, erguido sobre su silla y sorbiendo, junto al comandante, un sobrio y tranquilizador zumo de naranja.

La huelga de celo se traduce en arrastrar los pies hasta la cabina del avión

Los aviadores estaban aureolados por la presunta fama de haber intervenido en la reciente guerra civil y sus alas bordadas en el uniforme traían escenas de combates entre cazas o misiones letales en los pesados bombarderos. Junto a ellos, las azafatas, gráciles chicas de buena familia, políglotas de internado y un punto misteriosas. A veces muy útiles para encargar un kilo de café portugués, unas medias de seda o -ya franco contrabando- unas lentes para microscopios que se vendían en los aeropuertos germánicos y suizos.

De tanto en tanto, estos seres singulares, aparentemente bien pagados, se ponen en huelga, personalizando una modalidad específica: la huelga de celo, que no se traduce en acosar a las pasajeras o a los miembros femeninos de la tripulación, sino en arrastrar los pies hasta la cabina, solicitando, nada menos, que la observancia meticulosa del reglamento de seguridad. Tras causar trastornos sin cuento, parece que los empleadores transigen con las exigencias laborales y técnicas y se firma la paz. Hay que pensar que no se cumplen las reglas de ese armisticio, pues los paros se reproducen, casi siempre en torno a las fechas de los grandes desplazamientos. Tal contumacia obliga a recapacitar sobre la profunda índole de los conflictos, pues si pensamos que los aviadores dejan de trabajar, no será por capricho, ni por demandas descabelladas en cuanto a la retribución. También, que las compañías cuentan con el desencanto y el descontento de estos servidores y la elección de las fechas en que suscitan la irritación de los clientes dispuestos a emprender unas largas vacaciones, los que pretenden visitar a la familia durante las fiestas, el que se desplaza por negocios o quienes les da lo mismo que se vaya de Madrid al cielo o que, simplemente, quieran abandonar la capital.

El hecho de estar en un aeropuerto implica un riesgo intrínseco, provocado por los devaneos etarras o las elucubraciones de Al Qaeda, sin contar los aficionados que tengan la ocurrencia de provocar alguna catástrofe al estilo de Eróstrato, el que metió fuego al templo de Diana, para llamar la atención.

De aquel inicial aeropuerto de Barajas hasta la T-4 han pasado sesenta y pico años y un cambio de emplazamiento. Ha variado, también, la personalidad y la índole de los viajeros, entonces conformes con los retrasos, antes de que rugieran los motores de los Douglas o los Fokker. Casi todas las compañías eran de bandera, es decir, de propiedad y uso oficial de los Estados. Recuerdo, por aquellas y posteriores épocas, haber viajado con frecuencia a Francia y a Inglaterra y haber recorrido los alrededores de esas ciudades, salpicadas de pequeños aeródromos deportivos, porque los gobiernos querían tener buena provisión de pilotos civiles, por si las moscas. Tiempos de la guerra del petróleo, que no se tasaba en el aprendizaje aeronáutico.

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En Madrid, tras la prematura muerte de García Morato, nos tuvimos que contentar con el elegante príncipe rumano, Constantino Cantacuzeno, as de la acrobacia, que se estrelló, en las afueras de la ciudad el año 1958. Un trayecto del cielo a Madrid.

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