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Columna
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Consuma, por solidaridad

Llegan las Navidades, y con ellas el recurrente argumento moralista que reúne a troskistas y solidarios, estalinistas y cooperantes, castristas y agricultores, ecologistas y mahometanos, pacifistas y cristianos de base. El argumento que los convoca es siempre el mismo: el horror de consumir, la atrocidad de consumir, la esclavitud de consumir. Llegan las fiestas, sí, y con ellas un año más la crítica al consumo.

Según la ideología correcta, consumir es peor que ejercer de torturador a media jornada en las cárceles de Pinochet. Consumir es peor que planificar la economía y dejar millones de muertos en Ucrania. Consumir es peor que custodiar Berlín Este desde una garita y disparar por la espalda a los fugitivos. Consumir, en fin, es lo peor de lo peor; revela una faceta miserable de la naturaleza humana. Sobre nuestro consumo, aseguran, se edifica la miseria de millones de seres humanos. Consumir es lo peor que se puede hacer en Navidad. Lo dicen los párrocos y los comunistas. Lo dijo Fidel Castro, el dictador, y lo dice Al Gore, el conferenciante. Lo dicen los burócratas de la ONU, la FAO, la Unesco y el Banco Mundial.

Sólo dos cosas se suelen hacer en estas fiestas: consumir y criticar el consumo

Llega Navidad y con ella la cantinela de siempre: qué miserables somos, qué repugnantes. Compramos regalos a las niñas, los maridos, las novias, los ancianos. Y recibimos los regalos que han comprado para nosotros. Abres la prensa, pones la radio, y siempre algún imbécil explicando qué horrible le parece consumir. Nos piden que dejemos de consumir, que renunciemos, que recordemos a Mahatma Gandhi, aquel tipo que se hacía sus propias prendas de lino, como si no tuviera nada mejor que hacer, como si no hubiera ya entonces fábricas que hacían prendas de lino, a muy buen precio, para líderes mundiales.

Sólo dos cosas se suelen hacer en estas fiestas: consumir y criticar el consumo. Compras cosas, pero declaras que comprar es una vileza. Haces regalos, pero vociferas que comprar es un acto de fervor capitalista. El colmo es el de los escritores que se forran vendiendo libros, pero detestan el acto de vender. Viven del mercado, pero critican el mercado. Yo les pondría en su sitio, pero la ley no lo permite. Esta es una democracia burguesa: eso les salva.

Y llega el año 2008 y con él la crisis económica. Y no es una crisis atípica, inflacionista, como la de los años setenta, sino una crisis de verdad, de las tremendas. Los precios bajan. Los bienes desaparecen. Nadie compra nada. Nadie vende nada. Nadie presta nada. Para los retrógrados (que se llaman progresistas) esto debería ser el paraíso. Pero aturdidos, desorientados, con la vergüenza de ladronzuelos atrapados con las manos en la masa, con la sonrisa hipócrita de predicadores descubiertos a la puerta del prostíbulo, comprenden el horror de que la gente no compre coches ni consolas, ni se agolpe en las tiendas, ni acuda a supermercados, restaurantes o joyerías.

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Como son fiestas me permito la insolencia de un consejo: consuman, consuman por solidaridad con sus hermanos. Compren, compren, compren. Hagan regalos, entreguen cosas a sus seres queridos. Sean generosos. Sean felices. Su dinero puede ser muy productivo, así que no lo malgasten en cosas inútiles, esas que sustentan a los demagogos, a los burócratas, a los aparateros de todos los aparatos que parasitan el universo. Y como ha nacido el Niño Dios gasten todo lo que puedan en las tiendas y regálenlo a la gente a la que quieren. No hagan caso a los que predican lo contrario: son unos amargados, no les gusta la vida, se morirán sin saber lo que se pierden y sin saber lo que se han perdido ya.

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