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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El lado bueno de las cosas

Si tiene usted un rato para acercarse al principio de la calle de Vila i Vilà, donde también inicia su recorrido el autobús 24, sepa que acabará de entrar en la gran galería de los antepasados, o sea, en territorio histórico. Allí estuvo el 19 de julio de 1936 la famosa "barricada de El Molino", donde los obreros republicanos impidieron que los militares sublevados llegasen al Poble Sec y el Raval, y donde el anarquista García Oliver descubrió la virtud de dominar la calle disparando desde los tejados. Allí estuvo el Sindicat de la Fusta, gran núcleo revolucionario, y hasta un pequeño café que merecería figurar entre los ilustres del mundo. En él, los anarquistas fabricaban y escondían sus bombas, pero el café se llamaba La Tranquilidad, para que nadie dijese que se perturbaba la paz urbana.

El Molino tenía el escenario más pequeño del mundo. Imposible que allí cupieran los tramoyistas y las 'vedettes'

Casi enfrente, en la ronda de Sant Pau, estaba el Chicago, un gran café de pobres donde no se fabricaba bomba alguna, donde la gente miraba al vacío y cabía en una taza de café toda la lividez de la tarde. Uno recuerda a un gran escritor proletario, Joan Llarch, quien no teniendo ni una habitación para escribir, se llevaba al café la máquina y la instalaba en un velador a la hora en que no había clientes, para no molestar a nadie. Hoy hay clientes que se llevan el ordenador a un café, pero ni el volumen ni el ruido son los mismos, y además resultan elegantes y hasta un pelín pijos. Por cierto, hoy Joan Llarch, que no quería perturbar la paz de nadie, tiene a su nombre una placita en la parte alta: no es gran cosa, pero al menos hay más luz que en el viejo Chicago, y caben un recuerdo, un árbol y un pájaro.

Pero sobre todo, en esa confluencia de los sueños urbanos, junto a la parada del 24, estuvo y está El Molino, museo de todos los sueños de humo, todas las hermosas mujeres prohibidas y todas las orgías de a perra gorda. El Molino era popular, acogedor, simpático y encima barato. Por las tardes, los estudiantes (que aún no habían inventado Bolonia) podían pasar la tarde allí por el precio de una gaseosa, aunque, eso sí, se guardaban las formas y a la gaseosa se la llamaba "el champán de la casa". Para compensar, fue también refugio de ilustres viejecitos que aún querían soñar, y se colocaban en primera fila con gafas de aumento para ver mejor a las chicas, pero, eso sí, juraban que iban allí sólo por la música.

El Molino tenía el escenario más pequeño del mundo, y ahora cuando sólo se ven sus ruinas, parece más pequeño todavía. Imposible que allí cupieran los tramoyistas, los decorados, las vedettes, las vicetiples, la orquesta, los sueños del personal y las piernas en movimiento. Existe desde hace tiempo un gran proyecto para que El Molino resurja, aunque la gente no acababa de creerlo como no cree en los Presupuestos del Estado ni en las lágrimas de los alcaldes. Pero resulta que es verdad: el solar vacío sobre el cual se trabaja indica que va a resurgir aquel teatro pequeñito, pequeñito, pero donde cupo toda la humanidad y la amenidad de la historia.

Ya ven si se puede sacar provecho de un simple billete de autobús. Supongo que por eso lo suben.

A las penas, una puñalada. Y si hay crisis, pues dos. Acaban de ser presentadas en Barcelona las memorias de Carmen de Lirio, la gran vedette del Cómico, que por desgracia ya no resurgirá. No todo el mundo se acuerda de Carmen de Lirio, porque los años caen, pero pasará al menos a la pequeña historia porque hizo vivir miles de imaginaciones y sueños, por la calidez de su voz y por sus piernas, que podían llenar dos escenarios a la vez. Carmen de Lirio desmiente, y sin duda con razón, haber sido la amante de Baeza Alegría, el gobernador civil de la huelga de los tranvías de 1951. En cierto modo, es muy modesta, porque podía haber pasado a la historia como la vedette que paralizó una ciudad, pero sus memorias conservan la amenidad de la vieja alegría que ya pasó y la dureza de una época que no te dejaba más resquicio que refugiarte en los sueños.

Muchos aún recordarán su vieja canción quitapenas: "Calvooos - Calvooos - Me gustan los hombres calvos - Porque los calvooos - Están sedientos de amooor...".

Y hasta los calvos-bola de billar se sentían felices. A veces no hay más remedio que mirar el lado bueno de las cosas.

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