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¿Por o contra el coche?

Si exceptuamos el desplome del sector de la construcción, seguramente la manifestación más evidente de la crisis económica que estamos viviendo es la caída estrepitosa en las ventas de automóviles: el pasado mes de noviembre, éstas descendieron en España el 49,6% con respecto al mismo periodo de 2007; en el acumulado del año, la disminución es del 26% con relación a los 11 primeros meses del año anterior.

Dado el papel estratégico que la industria automovilística juega en el tejido productivo catalán, era inevitable que tal frenazo tuviese inmediatas repercusiones sociolaborales. Y así ha sido: desde hace semanas, asistimos a un goteo imparable de noticias sobre cierres o drásticas reducciones de plantilla en empresas auxiliares del sector de la automoción; y hemos visto las enérgicas movilizaciones de los trabajadores de Nissan contra un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) que quería recortar la plantilla en más de 1.600 personas; y nos han explicado como un notable éxito -para lograr el cual fueron precisos sendos viajes de José Montilla a Francia y Japón- la momentánea renuncia de la empresa a los despidos, reemplazados por suspensiones temporales de empleo.

La coartada para todas las medidas anticoche es que con ellas baja la polución y hay menos accidentes

Es en este contexto de grave preocupación política por el futuro del sector del automóvil en Cataluña donde deben situarse las declaraciones que el presidente Montilla efectuó el pasado 26 de noviembre a una emisora barcelonesa. Como receta para paliar la crisis y frenar la destrucción de empleo, el titular de la Generalitat animó a los catalanes en situación de hacerlo a gastar, a comprar: "esta gente que puede consumir y que se tiene que cambiar el coche lo tendría que hacer, (...) porque, seguramente, haciendo estas cosas está contribuyendo a que su hijo o su vecino mantengan su trabajo". Así, pues, adquirir un coche nuevo es, en las actuales circunstancias, un gesto contra la crisis y un acto de solidaridad social.

Sin embargo, no todo el mundo parece opinar lo mismo, particularmente en el seno del propio Gobierno que Montilla encabeza, y más en concreto por los aledaños del Departamento de Interior. El director del Servicio Catalán de Tráfico, Josep Pérez Moya, no tiene empacho en justificar (véase, por ejemplo, EL PAÍS del 3 de noviembre) la necesaria mejora del transporte público sobre la base de que, sin ello, "perderemos la batalla por reducir la presencia del coche". La concepción que el señor Pérez Moya tiene del automóvil como de un enemigo al que hacer la guerra ha quedado clara en los dos años que lleva ejerciendo el cargo, con momentos tan memorables como aquél en que sugirió reducir la anchura de los carriles en autovías y autopistas, para obligar así a los conductores a circular más despacio... o a dejarse el salario en chapa y pintura.

Podría creerse que estamos ante el exceso de celo de un cargo de segundo nivel. Pero sería un error, porque su superior y responsable político, el consejero Joan Saura, no sólo ha avalado las decisiones más polémicas de este bienio -como la limitación de velocidad a 80 kilómetros hora en la primera corona metropolitana-, sino que les ha dado cobertura doctrinal. En una entrevista periodística a raíz de la reciente asamblea de Iniciativa per Catalunya Verds (ICV), el reelegido líder de esta formación declaró el 22 de noviembre: "Cataluña sólo tiene salida desde las posiciones que defiende ICV, no desde la especulación, el coche privado o el despilfarro energético". Así como, según el catecismo escolar de mi niñez, los enemigos del alma eran tres -"el mundo, el demonio y la carne"-, ahora los enemigos de la Cataluña sostenible y progresista son también tres; y el automóvil privado es uno de ellos, tan dañino y perseguible como los dos restantes. Queda por saber si los trabajadores de Nissan y de Seat, en especial los afiliados a Comisiones Obreras, comparten este punto de vista.

Me lo pregunto porque, como dijo el presidente Montilla en la ocasión anteriormente citada, "nadie fabrica cosas para no venderlas". Y bien, si en buena parte de la trama viaria de la ciudad de Barcelona la máxima velocidad teórica ya es o está a punto de ser de 30 kilómetros hora (y, aun con menos circulación de vehículos, aumenta la recaudación por multas); si, en el dominio de los 80 kilómetros hora, los radares omnipresentes se hinchan a detectar infractores; si, a partir del próximo 15 de enero, la restricción de velocidad se extenderá gradualmente a 24 municipios más -hasta Terrassa, Martorell y Granollers- con un límite variable que, del máximo de 80 kilómetros hora, puede bajar hasta los 40 kilómetros hora, ¿quién diablos va a comprarse un coche nuevo en estas condiciones de acoso, de criminalización del automóvil y del automovilista? ¿Para qué, para agotar la paciencia por las calles barcelonesas, para enervarse a paso de tartana en medio de una autopista vacía, para ir abonando multas, para leer -este mismo lunes- que en adelante uno no podrá vender el coche o renovar el carné si tiene sanciones pendientes de pago? Ya me disculpará el presidente Montilla pero, en estas circunstancias, sólo pueden renovar su automóvil los masoquistas. Alguien que no lo sea debería psicoanalizar por qué uno de los países europeos más dependientes del sector de la automoción es el más punitivo contra sus conductores.

La coartada para todas estas medidas anticoche es, claro está, que con ellas baja -ligerísimamente- la polución, y hay menos accidentes. O no: octubre dejó en las carreteras españolas 30 muertos más que septiembre. Pero entonces aparece el director general de Tráfico, Pere Navarro, y lo achaca a "la preocupación por la situación económica, que afecta a la atención y concentración que exige la conducción". Y claro, con teorías de este calado científico, nuestras beneméritas autoridades siempre tienen razón.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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