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Columna
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Personajes entrañables

Para mí se ha convertido en una especie de juego. Algo parecido a ¿Dónde está Wally?, aquellos divertidos libros en los que había que encontrar al joven del gorro y el jersey de rayas rojas y blancas, en los escenarios más insólitos y siempre rodeado de una multitud. Pues bien, mi Wally particular, al que busco con ahínco, es ese personaje tan entrañable que acostumbra a aparecer en los telediarios del día 22 de diciembre, sin lugar a dudas el programa del año que más me gusta.

No me estoy refiriendo, como alguno habrá intuido, al feliz agraciado del sorteo de Navidad, que, copa de cava en mano, nos restriega su insultante alegría, mientras parece decirnos "otra vez será, pringaos". Mi sujeto preferido es otro y tiene dos variantes. Una es la de aquel miembro de la cuadrilla, la sociedad gastronómica o la oficina que fue el único del grupo que no compró ninguna participación del décimo premiado, pero que "se alegra lo mismo". O, al menos, eso es lo que nos asegura embargado por la emoción, mientras duda entre hacerse el haraquiri o rebanarse cierta parte de su anatomía.

Intercambiar lotería es un acto tan arraigado que no corresponder te hace quedar como un tacaño

La segunda versión, tan jovial como la anterior, corresponde al propietario del bar o comercio que vendió participaciones del número agraciado sin haberse quedado con ninguna, y que, naturalmente, también se alegra lo mismo, ya que la felicidad de sus clientes es también la suya propia "y estas lágrimas que me resbalan por las mejillas son de lo contento que estoy".

Sólo por los buenos momentos que nos proporcionan estos personajes tan queridos merece la pena someterse gustoso a esa especie de impuesto revolucionario que supone la Lotería navideña. Y es que, aun siendo el mayor escéptico respecto a los juegos de azar, hasta el punto de no rellenar quinielas, ni boletos de la Primitiva, ni comprar el cupón, resulta casi imposible gastar menos de 100 euros en la monocorde cantinela de los niños de San Ildefonso.

El intercambio de lotería es un acto social tan arraigado que no corresponder a esa participación que te regalan padres, hermanos, tíos y amigos te hace quedar como un bicho raro o como un impresentable tacaño. Curiosamente, en un sociedad cada vez más tecnificada como la nuestra, llama la atención la pervivencia de ciertas supersticiones ligadas al sorteo del 22-D. Una de las más extendidas consiste en la obligatoriedad de traer lotería de Madrid si te desplazas a la capital de España en estas fechas. Es como si los números vendidos en la villa del oso y el madroño tuviesen más posibilidades de tocar (tal vez por la proximidad de los bombos).

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Otra creencia muy extendida es la de las administraciones-talismán. Durante años lo fue la madrileña de Doña Manolita, con aquellas largas colas en plena Gran Vía. La entrada de Internet en nuestras vidas ha provocado que su lugar haya sido ocupado por La Bruixa d'Or de Sort. Más cabalístico -y totalmente enfrentado a la ley de las probabilidades- es la cualidad que se otorga a ciertos número de ser "bonitos" o "feos".

Del influjo del sorteo navideño no escapan ni los grupos más antisistema ni las organizaciones más soberanistas. La lotería se utiliza, gracias al recargo de una cierta cantidad sobre el total jugado, para sufragar todo tipo de proyectos, desde un viaje de estudios a una actividad a favor del euskara. Igual nos la venden en una Casa del Pueblo que en una herriko. Y es que hasta al más reticente a donar un euro a ningún tipo de causa se le ablanda el bolsillo si trata de un boleto de lotería, "no vaya a ser que toque". ¡Hagan juego, señores! El Estado -y la Banca siempre ganan.

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