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Columna
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¿Ciudadanos o consumidores?

Soy rico

cada vez tengo menos cosas

(Federico Gallego Ripio)

Un vigilante de unos grandes almacenes murió arrollado por una masa enloquecida de consumidores el día de Acción de Gracias, en un centro comercial de Nueva York. Más de 2.000 personas se abalanzaron al interior de una tienda de productos electrónicos nada más abrirse las puertas. Jimbo Damour, un inmigrante haitiano de 34 años, fue pisoteado hasta morir asfixiado mientras intentaba proteger a una mujer embarazada. Todo, porque una muchedumbre avariciosa quería comprar un DVD rebajado.

He pensado en este pobre vigilante al ver como miles de andaluces colapsaron los centros comerciales en el puente de la Constitución. Al grito de comprar, comprar, comprar.

Esos días leía también un interesante libro, Al rojo vivo, una conversación entre la escritora Almudena Grandes y Gaspar Llamazares, ex líder de Izquierda Unida, con prólogo de José Luis Sampedro. Los tres coinciden en denunciar el funcionamiento de un sistema en el que "el valor supremo es el dinero", escribe Sampedro. En ese sistema, "la próspera minoría dominante" mantiene sus privilegios "educando al pueblo solo para producir y consumir". Vivimos en una democracia de consumo, en palabras de Almudena, que transforma al ciudadano en cliente.

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Trabajamos para consumir. Sampedro, que fue catedrático de Estructura Económica, recuerda que hace años los tratados de Economía Política analizaban primero las necesidades y luego diseñaban la actividad productiva. Hoy no. Hoy "se crean nuevos productos aún antes de conocer su posible uso, contando con que los técnicos de ventas convencerán luego a las gentes de que necesitan lo que hasta entonces nunca habían echado en falta". Contando con los técnicos de ventas y también con los ciudadanos travestidos de consumidores y sus dirigentes políticos.

Llegan las Navidades, en plena crisis económica, y las autoridades políticas y económicas nos obligan a consumir. Si no hay consumo, dicen, se cerrarán más empresas, miles de trabajadores irán a la calle, se hundirá más aún el PIB, y todos seremos más pobres. Es posible que, técnicamente, tengan razón. Pero ninguno de esos responsables políticos alerta sobre la enfermedad del consumo. Porque ¿consumir qué?

La revolución tecnológica ha inundado el mercado de artefactos muchas veces innecesarios. Nos emborrachamos de tecnología digital. Un dato: en España hay más teléfonos móviles que habitantes. Eso significa que hay muchos con media docena de aparatos. ¿Es eso progreso?

En la orgía consumista que precede a las fiestas, he encontrado un oasis, además de las sensatas reflexiones de Almudena, Llamazares y Sampedro: el portavoz de la Federación de Asociaciones de Consumidores y Usuarios de Andalucía (FACUA), Rubén Sánchez. "Ésta es una crisis del sistema capitalista, que nos obliga a consumir en exceso; si no, el sistema se cae", me comenta Sánchez. Hay que consumir, sí, pero racionalmente. "Debemos ahorrar, ahora y siempre". De lo contrario, podrían salvarse algunas empresas, pero a costa del suicidio económico de miles de consumidores.

La enfermedad infantil del consumismo hay que combatirla en todos los frentes. Los primeros que deberían dar ejemplo son los responsables políticos. De hecho, el Ministerio de Sanidad y Consumo ha iniciado una campaña bajo el eslogan "en estas fiestas, compra con criterio". Pero desde otras instancias gubernamentales se hace un llamamiento al gasto. Para comprar cosas que no necesitamos.

Mejor sería transformar esta malvada democracia de consumo que convierte a los ciudadanos en enloquecidos compradores capaces de pisotear hasta la muerte a un pobre vigilante.

Quizá seríamos más felices. Más ricos, con menos cosas, como nos recuerda el poeta manchego Federico Gallego Ripio, autor de los versos que encabezan este texto. No nos vendría mal un tiempo de austeridad consciente.

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