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Columna
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La tala ecologista

La pugna por conseguir que el Tren de Alta Velocidad atraviese Euskadi supone mantener las posiciones en dos frentes distintos. Uno de ellos, la contestación a las pretensiones minoritarias, pero muy activas, de una extrema izquierda que lleva al límite su odio a las redes de prosperidad económica, social y cultural que extienden los mercados. Pero el otro frente exige contestar a un segundo grupo que incorpora a la radicalidad política la indecencia moral: los que no sólo desean un país aislado y empobrecido, sino que además están dispuestos a conseguirlo por las armas.

El asesinato del industrial azpeitiarra Ignacio Uria añade miseria ética a una causa que, en otro caso, sólo sería la grotesca reinvención ecologista de una ideología aniquilada por la historia. Es legítimo defender que este país no deba mejorar sus comunicaciones ni incrementar el bienestar de sus habitantes ni favorecer la competitividad de sus empresas. Es legítimo suspirar por una dieta basada en la recolección de las bellotas y en la demolición de los supermercados. Es legítimo propugnar una sociedad anclada a los ciclos agrícolas, a los caminos de cabras y a las sistemáticas hambrunas del paraíso socialista, pero no es legítimo, además de propugnarlo, imponerlo mediante la violencia.

Hay en Euskadi un suelo infecto que arroja anualmente su cosecha de imbéciles morales

ETA ha cambiado radicalmente la naturaleza y el sentido del Tren de Alta Velocidad. Lo que era una mera infraestructura, el producto natural del desarrollo; lo que era una iniciativa necesaria pero tecnocrática hasta el aburrimiento; lo que era la resolución de problemas de ingeniería y la habilitación de expedientes administrativos, se ha transformado, gracias a los asesinos, en un símbolo de la lucha de este pueblo contra una minoría nacionalsocialista que le amarga la existencia y entorpece cada uno de sus días.

Asesinar a un anciano sin escolta y de costumbres fijas es de una vileza exenta de adjetivos, pero quizás más vil resulta el caldo de cultivo del que salen esos depravados militantes. Hay en Euskadi un suelo infecto que arroja anualmente su regular cosecha de imbéciles morales, individuos que no reciben, ni en la familia ni en la escuela, una construcción moral mínimamente decente. Habría que llevar hasta el fin la reflexión y preguntarnos qué agria leche beben de las ubres de sus madres algunos cachorros sanguinarios, qué verracos depositaron en ellas su semilla contaminada. No es casual que en las aldeas más recónditas de este país sin nombre seguro detesten las conexiones de vía rápida: es como si tuvieran miedo de que la gente pudiera escapar.

En Euskadi la vida de las personas ha dejado de ser un absoluto y acaba condicionada por cualquier ocurrencia, desde las más extravagantes hasta las más monstruosas, alumbradas en los aquelarres asamblearios de colectivos cuya representación nadie conoce, pero sí el verbo indeciso y tartamudo de sus crueles portavoces. Porque la vileza de ETA ni siquiera es lo peor de este desbarajuste político y moral: para el terrorismo, la lucha contra el Tren de Alta Velocidad es un pulso a la democracia, y la victoria o la derrota, una cuestión militar. Lo terrible, lo desolador, lo decadente, es que más allá del terrorismo, y resguardados en un confuso devocionario ecologista, se esconden los buenotes, los lilas, los payasos, los imbéciles morales, los discapacitados sociopolíticos, las víctimas finales de una sociedad desprovista hace tiempo de dignidad y de principios: esos idiotas tan preocupados por el futuro de algunos árboles que asisten indiferentes a la tala de seres humanos.

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