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Columna
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Lazo rojo

Susan Sontag nos enseñó que las enfermedades, además de su realidad médica, tienen una interpretación ideológica y literaria. La tuberculosis encarnó en el Romanticismo los procesos de espiritualización de la subjetividad. La muerte por amor, o por tuberculosis, escenificaba en el argumento de las novelas la queja de los individuos ante el fracaso del contrato social. Cuando irrumpió el sida en nuestras venas y los sectores más reaccionarios de las variopintas iglesias empezaron a hablar de castigos divinos provocados por las malas costumbres, surgieron algunas interpretaciones demoníacas sobre el fin de la historia y las perversiones morales. Resultaba imposible vivir por culpa de la crisis de valores y del pecado.

El mundo occidental ha conseguido convertir el sida en una enfermedad crónica. Todavía no se puede resolver el mal, pero es posible aliarse con el virus, aprender a vivir en su compañía. Las estadísticas nos dicen que hay un abismo entre la enfermedad europea o norteamericana y la epidemia africana, en la que millones de seres humanos sufren un contagio libre que devora vidas, familias, países y futuros. La aceptación domesticada de un mal crónico en Occidente sucede al mismo tiempo que la explosión del abismo en unos territorios marginales condenados a la miseria, la enfermedad y la desesperación. La oposición de las multinacionales farmacéuticas a que en algunos países puedan emplearse medicamentos genéricos, libres de sus garras empresariales, es la punta de un virus de indignidad que recorre el mundo.

Si en los orígenes del universo encontramos el Big Bang, en los inicios del siglo XXI estamos asistiendo a la explosión moral del sistema capitalista. Eso ha acabado representando el sida. Aunque su contagio tenga que ver con el sexo y la droga, no encarna hoy una discusión religiosa entre el pecado y la santidad, sino entre el futuro social y las prácticas de riesgo del dinero. El sida como enfermedad crónica o como epidemia terminal nos invita a tomar postura ante la moralidad del dinero. Porque todas las iniciativas que los gobiernos occidentales están propiciando ante la crisis, en el camino abierto por EE UU, no son más que el deseo de tratar al capitalismo como a una enfermedad crónica. Está dentro de nosotros, circula por la sangre de nuestro mundo y debemos aprender a convivir con él, porque dependemos de él, aunque signifique la muerte de unos países convertidos en campos de concentración para leprosos.

A esta interpretación del sida como enfermedad crónica no me ha llevado la consabida realidad internacional, en la que una institucionalización del neoliberalismo ha provocado la acumulación de riquezas en pocas manos y la multiplicación de las diferencias económicas. Respondo a mis propios sentimientos. Toda crisis es un estado sentimental, y llevo muchos días sintiendo que para salir de la crisis debo ayudar a todo aquello que más odio, como si la única manera de sobrevivir fuese convertir en crónica la enfermedad que me agrede. No hago otra cosa que pensar en los bancos, las promotoras inmobiliarias y las fábricas de automóviles. Estoy en contra de los bancos que no sólo cobran unas comisiones criminales por sus operaciones con mi dinero, sino que hipotecan e intoxican a todo un país con prácticas de riesgo, sin más norte que los beneficios de sus especulaciones. Estoy en contra de las promotoras que no sólo destrozan los litorales y las ciudades, sino que, además, condenan a la gente a vivir hipotecada por una estafa llamada "precios de mercado". Estoy en contra de una oferta automovilística que no sólo contamina las ciudades, sino que encarna en sus anuncios lo más estúpido de la sociedad de consumo. Sin embargo, necesito desesperadamente ayudar a mi enfermedad para seguir viviendo. Estoy infectado, y me pongo un lazo rojo.

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