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Columna
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Lo tenemos crudo

Este fin de semana hay anunciadas movilizaciones de estudiantes en la Comunidad Valenciana. Los de Secundaria protestan por Educación para la Ciudadanía, por los barracones, por la pérdida de plazas en la pública y el escándalo de los conciertos en la privada. Los universitarios cargan contra el modelo de Bolonia y, de paso, contra todo bicho viviente. Mientras tanto, las respectivas autoridades educativas se ponen a cubierto y esperan que pase el chaparrón. ¿La sociedad?: expectante en unos casos e indiferente en otros. Al mismo tiempo, es curioso, los suplementos económicos de todos los diarios acumulan artículos catastrofistas que acaban unánimemente con una sola receta: hace falta mejorar nuestra I+D. No parecen darse cuenta de que estamos ante el mismo problema, de que si seguimos ubicando mentalmente las primeras noticias en las páginas de Educación (o de Sucesos, ¡vaya usted a saber!) y las segundas, en Economía, es como si por un lado diagnosticáramos una grave enfermedad y por otro sólo nos preocupásemos de enmascarar sus síntomas.

Ya va siendo hora de agarrar el toro por los cuernos y dejarnos de paños calientes: en España la educación no prepara personas capaces de competir en el mundo que se avecina. Es inútil llamarse a engaño porque los indicadores internacionales nos sitúan obstinadamente una y otra vez en el furgón de cola. ¿Los culpables? Muchos, yo diría que todos. Culpables los gobiernos socialistas, que alumbraron unos modelos, la LOGSE y la LRU, consistentes en primar la cantidad sobre la calidad. Culpables los gobiernos populares, que sólo han sabido deteriorar todavía más la enseñanza echándose en brazos de la jerarquía clerical como si estuviésemos en el siglo XIX (que yo recuerde, en la época de Franco los colegios confesionales no estaban subvencionados y, además, tenían que pasar la reválida: ¡vivir para ver!). Culpables los padres, que han aceptado y propiciado la idea de que las aulas son un recurso para que los hijos no les molesten y no una aventura formativa que deben compartir con sus profesores. Culpables los docentes, que han (hemos) preferido la comodidad del funcionariado a la pasión socrática por enseñar. Culpables los estudiantes, que han alumbrado un modelo que prioriza la diversión sobre el esfuerzo y que nos ha convertido en -triste- referente mundial. Y, en fin, culpables las empresas, que sólo están interesadas en el beneficio inmediato y confunden la reinversión en investigación con la filantropía.

Somos como esos enfermos a los que una sucesión de tratamientos inadecuados ha acabado por poner en situación desesperada. ¿Tenemos salvación? Sinceramente, no lo sé. Es una cuestión de patriotismo, palabra políticamente incorrecta que, sin embargo, define mejor que ninguna otra las medidas tajantes que sería necesario adoptar. Haría falta que los partidos políticos firmaran un pacto leal, sin ventajismos. Que padres y docentes olvidaran, por una vez, sus egoísmos respectivos dejando de mirarse como contrincantes. Que las empresas dejaran de depredar el territorio físico y humano disponiéndose a invertir en futuro. Que los estudiantes, en realidad las víctimas de todo esto, llegaran a ser conscientes de que, hoy por hoy, sólo son carne de cañón destinada a consumir en discotecas vigiladas por matones. ¡Harían falta tantos cambios a la vez! No soy optimista, lo reconozco. Pero entiendan que este artículo no es un artículo de opinión. Se parece mucho más a un informe, frío, objetivo, implacable, de la que se dijo que era -¡ay!- la décima economía del mundo. De una sola cosa estoy seguro: no existe otra alternativa. Por eso pienso que lo tenemos crudo.

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