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Cosa de dos
Columna
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Generalísimo

Carlos Boyero

Qué fervor el de Antena 3 por las conmemoraciones siniestras, con rescatar con afán historicista una época tan larga como indeseable ("los hijos que no tuvimos se esconden en las cloacas, presiento que tras la noche vendrá la noche más larga" son líricas y tenebrosas palabras de Aute que inevitablemente asocio con el crepúsculo asesino de Franco), con evocar la trascendente agonía de un monstruo diminuto y mediocre en todo excepto en su infinita capacidad de crueldad. La razón es que se cumplen 33 años desde que la palmara aquel inolvidable pavo. Imagino que el pretexto son los anónimos agujeros en los que enterró con incalculable desprecio a sus fiambres, pero me temo que todos los 20-N las teles van a seguir dando la brasa con aquel criminal que intolerablemente la palmó en su camita y arrullado por el llanto de millones de agradecidas plañideras.

Y te preguntas qué fue de aquellas enardecidas masas que aullaban en la plaza de Oriente mostrando su incondicional amor al timonel que se despedía de la vida firmando implacablemente sentencias de muerte. Sospecho que casi todos se hicieron profundamente demócratas por repentina decisión del Espíritu Santo.

Cuentan los médicos que le atendieron en sus últimos momentos que lloraba con facilidad, que a aquel hombre de voz atiplada e insalvables limitaciones expresivas se le oyó decir: "Quiero morir en el oficio, a bien con Dios y en una hora corta". Algo tan conceptual que él le negó a sus incontables víctimas. También que se sentía lacerantemente incomprendido por la inútil súplica del papa Pablo VI para que no derramara más sangre. Y ahí entiendes su estupor y su escándalo ante la condena de la Iglesia, su permanente aliado en la barbarie, la que le llevaba bajo palio y le santificaba por haber librado a la piadosa España del siempre subversivo demonio. La presión internacional de los impíos se la sudaba, con la certidumbre de los dictadores de que los malvados son siempre los otros, pero que el supremo pastor de los feligreses le exigiera piedad ante algo tan prescindible como la vida de los pecadores le ponía aún más malito. Es un consuelo mínimo, pero existe justicia poética en el tormento o el rencor del decrépito meapilas pensando que su amado Vaticano le había traicionado.

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