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Columna
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Otoñal

Paseaba por el parquecillo junto a mi casa, una alfombra de ocres, sienas, amarillo limón bajo un cielo gris enmarcado por el esplendor dorado de los tilos, y no dejaba de disfrutar con la belleza de la decadencia. Dentro de nada, pensaba, todo ese testimonio de la luz, ese homenaje de la materia muerta a lo vivido, daría paso a un paisaje escueto, sin brillo alguno que desmintiera la advertencia severa de un cielo de invierno. Unos cuantos meses más y el silencio volvería a cubrirse con una vitalidad apasionada: estallaría el verde en la luz y cantaría como suele cantar en primavera. Todo se haría exterior de nuevo, diáfano y renovado como la incontinencia de un niño. La reverberación alegre de la luz se instala en nosotros y nos arroja hacia fuera, quizás hacia arriba. Nada que ver con la intimidad, a veces incómoda, a la que nos arrastra el invierno; tampoco con la intimidad hospitalaria del otoño. Es ésta una intimidad repleta de comensales. Como las hojas muertas, que son viva memoria de la luz y nos obligan a mirar a ras del suelo -no hacia arriba, sino hacia abajo-, también la intimidad otoñal es un poblado del recuerdo. Es la gran virtud de la decadencia, que se salva en los destellos de su propia agonía, y que es capaz de dotarlos de una belleza suprema.

Como mi paseo, también el presente parece haberse vuelto otoñal. Todo se desmorona, aunque no da la impresión de que el tapiz del suelo vaya a depararnos grandes alegrías. ¿Corroe el libre mercado el carácter moral?, veo que se preguntan en la John Templeton Foundation. Y responden a la pregunta, entre otros, Michael Walzer, Ayaan Irsi Ali, John C. Bogle, Garri o Bernard-Henri Lévy. En un diálogo abierto para quienes quieran participar en él -lo pueden seguir ustedes en www.templeton.org-, las respuestas a la pregunta son dispares en contenido y tono, aunque escasean las respuestas afirmativas contundentes. La reflexión es interesante, sobre todo para quienes, como nosotros, proceden de una cultura que considera el mercado un mal inevitable al que en ningún caso asociará con valores morales de cualquier tipo. Pero lo es igualmente por lo que denota el hecho mismo de que llegue a formularse esa pregunta entre quienes, como los anglosajones, jamás dudaron de que desarrollara nuestro carácter moral. También al libre mercado parece haberle llegado el otoño, aunque tal vez convenga no confundir el árbol con la hojarasca que desprende. El árbol reverdecerá a su debido tiempo y cualquier debate que quiera dejarlo de lado será estéril. Es muy posible, además, que junto con el mercado lo que haya que replantearse sea el Estado, su organización, función y dimensiones en un mundo globalizado por el mercado y la técnica.

Hay que fortalecer el Estado vasco. Es justo eso lo que demanda Iñigo Urkullu con una de sus últimas cantinelas. Sabemos que ese sonsonete puede querer decir simplemente que necesitamos más autonomía, pero las palabras las carga el Diablo y, sea lo que sea lo que reivindique esa demanda de más Estado, lo que sí urge es preguntarse para qué lo queremos. Porque si lo que pretendemos es un Estado corporativo, algo de lo que ya sufrimos, una institución que expide nativos y reclama foráneos en función de las necesidades de una casta que se cría a su vera, habrá que oponerle las objeciones pertinentes. También Euskadi vive su otoño, bajo la dorada máscara de la representación de la voluntad. ¿Estamos creando una sociedad capaz de regenerarse con solvencia, o una sociedad para un ranking y dispuesta a dejar de lado con pocos escrúpulos a todo lo que no contribuya a esa escalada numérica? Euskadi no es lo importante, tampoco lo es Euskal Herria; lo importante somos los ciudadanos vascos. Obsesionados con la marca, el logo, hay síntomas de que nos estamos olvidando de lo fundamental. Y quizá lo que necesitamos no sea más Estado -para algunos-, sino menos Estado y más sociedad. Claro que para eso tendrá que llegar la primavera.

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