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Columna
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Un par de cuestiones

Si el capitalismo es el menos malo de los sistemas económicos posibles, entonces habrá que empezar a mostrarse pesimista respecto de la capacidad humana en su conjunto para resolver sus problemas, al contrario de lo que creía aquel optimista antropológico, Carlos Marx, según el cual la humanidad (pero ¿cuál de ellas, muchacho?) no se planteaba problemas que no pudiera solucionar. Para qué molestarse en insistir en que se trata de un sistema en el que una minoría se enriquece, la mitad menos uno de la población consigue llegar sin estrecheces de agobio a fin de mes, y el resto ni siquiera tiene noción de lo que supone esa hazaña puesto que carecen del ritmo vital que supone el ingreso automático de la nómina en cualquiera de esas benefactoras entidades bancarias que ahora financiamos un poquito entre todos en una curiosa inversión de las clásicas derramas. En cualquier caso, y puestos a seguir en la macabra onda de lo que se llama ideas recibidas, no acaba de estar claro que un sistema en el que más de la mitad de sus ciudadanos carece de asistencia médica pública y de medios para obtenerla, en el que en sus regiones más desarrolladas crece de un modo alarmante la esperanza de vida sin que ello obligue a saber qué diablos vamos a hacer con tanto anciano dependiente y en el que, en fin, la enseñanza superior se convierte en una especie de dispensario de titulaciones orientado a la consecución de empleo en un precario mercado de trabajo, no está claro, digo, que sea el sistema más eficaz para satisfacer, no diré ya los anhelos, que eso son palabras mayores en un entorno minorista, sino las necesidades más urgentes de la sociedad que lo sustenta.

En los últimos meses hemos asistido a una auténtica ordalía de opiniones de expertos o simples comentaristas, tanto en la prensa escrita como en tertulias televisivas (que tienen la ventaja de ver la jeta del que opina cuando da el puñetazo sobre la mesa) o radiofónicas, donde la exasperación de la dicción usurpa el lugar del gesto airado, en una controversia fingida donde cada cual dice la suya sobre la regulación los mercados o la oportunidad ética de la intervención del Estado, es decir, de los gobiernos que en cada país en crisis usurpan a su manera las funciones del Estado. Y es una cosa como de ciencia ficción cutre a lo Alex de la Iglesia, porque los mercados siempre han estado regulados, a veces con fortuna y otra veces de manera desastrosa, y los gobiernos que dicen representar al Estado siempre han intervenido a favor de las grandes empresas en cuanto las cosas empezaban a venir mal dadas. No es preciso poner ejemplos, y cada cual tendrá en su memoria los alardes de unas prácticas en las que, según se ve, nada queda a salvo. En ese sentido, y probablemente también en otros, resultan patéticos y de una obscenidad impagable (bueno, impagable, no) los esfuerzos de financieros insolventes y empresarios a la violeta para convertir al Estado (es decir, a los contribuyentes que no pueden o no quieren eludir sus obligaciones con Hacienda) en una versión ampliada de El Padrino que no vacila en meter la cabeza ensangrentada del caballo entre las sábanas del magnate que se niega a contratar a su protegido.

La variante ahora es que son muchos, acaso demasiados, los ciudadanos a proteger, así que se trata de establecer un orden de prioridades. Primero están los que mandan, que nos han llevado al desastre, y después los mandados, que lo mismo reciben cien euros de compensación por los servicios prestados, algo más si se apresuran a tener un hijo. Y para qué, quisiera yo saber, van a querer tener un hijo, salvo que sea apadrinado por Emilio Botín.

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