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Literatura y nihilismo social

Víctor Gómez Pin

En un artículo de opinión publicado en este diario, Mario Vargas Llosa enfatizaba el hecho de que, pese al aparente caos en que anda empantanada la economía mundial, el sistema no se halla en peligro, y ello por la razón simple de que no habría alternativa alguna al mismo "aunque les duela a los nostálgicos de las economías estatizadas y su inevitable corolario, la dictadura totalitaria". Dura amalgama -en boca de un gran escritor- para los que sólo experimentan la primera "nostalgia".

En cualquier caso, si éste es el único sistema posible cabe preguntarse cómo se ha llegado a esta situación. Algunos estarían aún tentados de responder que por razones intrínsecas al sistema mismo. No es ésta la tesis del escritor, quien evoca a Adam Smith y la metáfora de la locomotora: las crisis son inevitables sólo cuando el capitalismo se sale de los rieles, tomando alguna dirección arbitraria. Y ello no ocurre por azar, sino por intervención humana: los que lanzaron las subprime y otros expedientes eran, además de avariciosos y canallas, irresponsables, por introducir en la vida financiera entes de ficción.

La humanización a través del arte exige pensar en la dignidad del marco social
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Vargas Llosa ofrece una analogía, digamos en contrapunto, con lo que pasa en la novela. Hubo un tiempo en el que los lectores habrían empezado a sospechar de la ficción literaria sustentada en la narración. El olvido en que habría caído -a juicio del autor- el Nouveau Roman mostraría que tal sospecha era infundada y que la legitimidad de la literatura reside precisamente en la ficción, una ficción que tiene sus exigencias internas, pero que no están sometidas a la realidad natural y ni siquiera determinada por las estructuras básicas de la organización social, estructuras a las cuales sí respondería la economía: "Fuera de la novela y el arte, vivir en la ficción, sea en política o economía, es un suicidio", escribe.

El día anterior a la publicación del artículo de Vargas Llosa tuve oportunidad de ver en La Pedrera de Barcelona una exposición dedicada al artista ruso Alexandr Ródtxenko. Nacido en San Petersburgo en 1891 y fallecido en Moscú en 1956, Ródtxenko tuvo gran complicidad con Maiakovski. Ambos veían en la Revolución de Octubre, una suerte de generalización de las exigencias de veracidad que les movían a revolucionar el universo artístico. Para el poeta cada revolucionario era un espejo de lo que le movía a intentar innovar el lenguaje poético, y el único destinatario legítimo de sus versos. Siguiendo el lema "gasto mínimo, racionalidad máxima", Maiakovski escribe pequeños poemas loando las virtudes de la economía colectivizada, poemas que Ródtxenko inserta en sus vanguardistas construcciones gráficas. La intención es tocar a la vez la sensibilidad artística y la conciencia social.Sabido es que la pareja Maiakovski-Ródtxenko no pudo mantener su entusiasmo. Hacia 1930, los grupos artísticos de vanguardia son abolidos. Ródtxenko se limita a hacer fotografías para una editorial estatal. Maiakovski escogerá un final dramático. Ninguno de los dos ha repudiado el proyecto comunista, pero por una de esas tragedias de la historia de los hombres, el país que encarna el ideario de emancipación de la condición humana, amenazado por poderes externos y por las dificultades inherentes a la propia empresa, canaliza su energía hacia el control paranoico de un enemigo interior, cuyo peso real se ve agigantado por la paranoia misma. Ello acontece, paradójicamente, en los años mismos en los que el capitalismo se enfrentaba a una crisis que conmovía sus cimientos, y que tendría como resultado la conocida renuncia a la democracia por parte de la burguesía industrial y financiera

Es muy difícil juzgar lo que estaría pasando en el alma del país de los ciudadanos soviéticos en esos terribles años treinta. El suicidio de Maiakoski, el paso a segundo plano de Ródtxenko, y de tantos otros, son quizás el símbolo del desmoronamiento a la par del proyecto revolucionario y del ideario que vinculaba intrínsecamente emancipación social e imbricación del arte en la vida cotidiana. Mas si en 1930 en el mundo social de Maiakovski quizás ha quebrado ya el sueño del "hombre total", tal sueño perduraba fuera de la Unión Soviética para muchos de los que se enfrentaban a las consecuencias en sus vidas de la debacle del 29. Perduraba en aquellos que luchaban no sólo por salir individualmente del atolladero, sino para establecer un mundo en el que pantanos como ése no fueran ya posibles.

Tal vez todo fuera un espejismo. En cualquier caso, hoy ya no hay rastro de la Unión Soviética y se proclama que el capitalismo no tiene alternativa. Y en este horizonte único, la vida cotidiana, la vida marcada por la inserción en los mecanismos productivos y en las exigencias de la economía, a veces es afectada por brutales turbulencias, cuyas principales víctimas serán, según Varga Llosa, "los países con menos defensas y las personas con escasas o nulas reservas". Para aquel que se siente abandonado, la caída en el nihilismo es la perspectiva más probable. Pues los valores del mercado sólo son susceptibles de movilizar nuestros espíritus si el mercado no nos deja en la cuneta. La reflexión es muy sencilla: "el mercado me ha arrinconado a los arcenes... y no tengo otra perspectiva que el mercado mismo". Y efectivamente se generará esa nueva "era de la sospecha" a la que el escritor se refiere; sospecha estéril, puesto que relativa a lo que se considera el único de los mundos posibles... frente al cual se elevará -para los afortunados- el universo ficticio de las creaciones del espíritu.

André Malraux, tan comprometido en su juventud con las causas más nobles de la vida política de su tiempo, pero sinuoso y ambiguo en ese crepúsculo coincidente con responsabilidades de ministro, no dejó sin embargo nunca de considerar que algo en el arte trascendía las vicisitudes miserables de la vida de los hombres y aun de los pueblos, que en el arte cada uno de nosotros tenía la oportunidad de reconciliarse con su humanidad; simplemente, para él, arte y política circulaban ya por caminos paralelos. No otra cosa parece creer Vargas Llosa cuando sostiene en su artículo que las prodigiosas síntesis de la imaginación que son alimento de la literatura son veneno para la política y la economía.

Y, sin embargo, será difícil erradicar la nostalgia de ese arte imbricado en la vida de los hombres y que, en situaciones como las actuales, permitiría simplemente no caer en el nihilismo. No estoy en absoluto defendiendo la subordinación del arte a imperativos de otro orden. Afirmo con Proust que del verdadero fruto del arte se alimenta la comunidad aun sin saberlo y que proclamar el carácter ético de las propias motivaciones creadoras es equipararse al fariseo que loa su propia sinceridad; convencido de que, al igual que la auténtica buena acción, el verdadero arte es ético sin proclamarlo. Mas en base a la convicción griega de que el hombre sólo puede actualizar su esencia en el marco de la polis, pensar en la humanización a través de la obra de arte exige pensar en la dignidad del marco social en el que tal obra se despliega. Pues para el arte, la mera aspiración a ser realizado incluye la connotación de ser compartido y ello no es posible más que en la emergencia, ya sea fugitiva, de un momento de interparidad... en la libertad.

Ésta es la base de lo que se ha dado en llamar arte comprometido. Y desde Los fusilamientos del 3 de mayo al Guernica, pasando por Fidelio hay ejemplos admirables de tal exigencia.

Víctor Gómez Pin es catedrático de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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