La sutil degradación del comercio barcelonés
Como todas las ciudades que son menos de lo que parecen, Barcelona se conforta en sus mitos: palabras que perduran como ecos rodando en el vacío. Tolerancia, convivencia, seguridad, libertad, todo a medias cierto y a medias mentira, conceptos volátiles que, como le pasa siempre a Barcelona cuando encara la gestión pequeña y cotidiana, se dejan prácticamente al azar. La sabiduría de la gente para organizar sus cosas gobierna la ciudad, y no nos va mal, pero como la sociedad es la que es, se van perdiendo calidad, memoria, ambición y a veces el norte.
Uno de los mitos de Barcelona es el comercio. En efecto, el gen comercial está en la identidad catalana y, fiel al origen que la hizo próspera, Barcelona luce espacios comerciales en cada rincón habilitable. La botiga contínua, dicen los urbanistas. La millor botiga del món, dice el Ayuntamiento. ¿La mejor? Como la frase estaba destinada al turismo, podemos convenir que sí, que Barcelona sirve una oferta portentosa a precios de escándalo, sea para comprar una pieza de lujo o para tomar un café de estirpe italiana. Pero, y ustedes perdonen la osadía, el mito dice que el comercio está al servicio del ciudadano. Y que la proximidad tiene también su valor, aunque no su precio.
La calidad del comercio nos dice cómo Barcelona se trata a sí misma. Ni se quiere ni se mima: se explota
En paralelo a la vitalidad de los ejes comerciales y la no tan sólida realidad de los mercados, el tejido en el centro -Eixample y Ciutat Vella- ha ido mutando hacia el excesivo margen de beneficio. Influye, y mucho, la presión inhumana del precio del local, que se corresponde con la ley de la burbuja inmobiliaria pero no parece que vaya a decaer. Y se le ha sumado el factor turismo: se ha ido uniformizando la oferta a golpe de franquicia. ¿No nos dicen que el turismo es riqueza? ¡Pues que se note!, piensan los que invierten en marcas, dispuestos a explotar esa tribu anodina que camina por la ciudad. Y así se le sirve al turismo el comercio que busca: gastronomía (y habría bastante que decir sobre el modelo gastronómico) y el binomio ropa-complementos, sin olvidar gadgets, diseño y souvenirs.
Barcelona ha perdido, en general, el comercio histórico sin que aparecieran esas tiendas imaginativas, de inspiración individual, que tienen un plus de personalidad. El comercio barcelonés es mucho más estereotipado, y mucho menos estable y creativo, que el de muchas ciudades europeas: le falta genio, le falta sorpresa. Me decía una persona que sabe del tema, porque regenta con éxito un local que no es un cromo repe: "Es que en Barcelona ya no quedan casi botiguers genuinos, todos son inversores, y el inversor busca lo que está de moda (cuando pasa la moda, cambia de rumbo) o lo que da dinero rápido (el turismo)". Pero, insisto, los costes frenan las iniciativas y estrangulan incluso esas tiendas jóvenes, inconformistas, originales, que proliferan en Amsterdam o en Berlín, y que en Barcelona sólo pueden vivir si trabajan con precios elevadísimos.
En los barrios, el comercio de proximidad, que es el verdaderamente útil, desaparece. Nuevas necesidades imponen nuevas tipologías y la iniciativa imparable de la immigración hace el resto, pero en este camino se va rebajando indefectiblemente la calidad. Las tiendas de verduras que trabajan con género de descarte; los colmaditos paquistaníes que tienen la gracia de abrir a todas horas, pero que son tan malos que sólo sirven para las emergencias; la nada sutil invasión de la comunidad china, que acapara espacios comerciales de cuatro en cuatro, y los locutorios, peluquerías, restaurantes orientales giratorios, etcétera, se reiteran, idénticos, desprovistos cualquier apetencia de calidad, de gracia, de chispa. Mientras, desaparecen las tiendas tradicionales, con su servicio insustituible.
Si el comercio es el espejo del alma, algo habría que hacer con esta persistente aunque lenta degradación. Mal vive una ciudad que sólo se puede permitir la tienda de lujo, la banal franquicia o el low-cost del inmigrante, porque el precio del alquiler o la falta de ambición aniquilan toda la gama intermedia. Pero ni siquiera el gremio ha planteado el debate, porque el gremio está preocupado por el alcance de la campaña de Navidad y cosas así. Y cuando el Ayuntamiento, ante la protesta reiterada de los vecinos, quiso frenar la conversión de todo un barrio en un polígono de distribución de ropa china, sólo consiguió un pacto tímido que no sirvió para casi nada. Es verdad que el mercado es el mercado y tiene sus márgenes de libertad sacrosanta, pero ¿no estamos hablando siempre de un supuesto modelo Barcelona, de la manera que tiene la ciudad de imaginarse?
La calidad del comercio nos dice cómo Barcelona se trata a sí misma. Barcelona ni se quiere ni se mima: se explota. Existen, o sobreviven, todas las excepciones posibles, todavía numerosas en según qué zonas, pero la tendencia les juega en contra. Y como tantas otras cosas, esto contribuye a ese disipado malestar, que no es malestar, sino desilusión, que vive el ciudadano sin que a veces sepa por qué.
Patrícia Gabancho es escritora.
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