Arquetipos
La vida está llena de divisiones, de partidos y partidas, de pandillas, frentes y facciones. Las sociedades forman bandos, los bandos compiten entre sí y la competición alcanza varias modalidades: desde la votación a mano alzada hasta la guerra civil. Güelfos y gibelinos, oñacinos y gamboínos, beamonteses y agramonteses. Algo hay en la naturaleza humana que tiende a lo banderizo, al ímpetu sectario.
Una de las divisiones que cobra más fuerza en estos tiempos nos divide en demócratas y republicanos. Entiéndase, nada hay contradictorio entre la democracia y la forma de gobierno republicana: se trata de interiorizar la rivalidad que anima al pueblo estadounidense. Por eso, entre nosotros, demócratas y republicanos se han convertido ya en arquetipos. La desastrosa política exterior de George Bush ha llevado al mundo a una guerra atroz en Oriente Medio y a una general desestabilización de las relaciones internacionales. La guerra es la expresión más acabada del intervencionismo público sobre la vida de las personas, sobre su libertad y su propiedad. Por eso a Bush le corresponde una de las valoraciones más sombrías en la ya larga lista de presidentes de su país. Desde ese punto de vista, las recientes elecciones norteamericanas representaban una catarsis: ganara quien ganara, todo iría a mejor.
Cuba no ha tenido que auxiliar a masas de náufragos que huyesen de las playas de Florida
Pero una detenida lectura de la prensa nos llevaría a conclusiones paradójicas: las masas, especialmente europeas, se encuadran con entusiasmo en el arquetipo demócrata. Por eso auguraban que un nuevo mandato republicano sería la antesala del infierno. Quizás éste ha sido el primer efecto saludable de la victoria de Barack Obama: nos ha ahorrado un éxodo masivo, de incalculables consecuencias. Millones de seres humanos habían jurado abandonar América si ganaba John McCain. Infinidad de europeos residentes en Estados Unidos habían anunciado estos días que en ese caso ellos pondrían pies en polvorosa. Y muchos vascos que llevan décadas viviendo y trabajando en los Estados declaraban a los medios que ese país era literalmente una mierda, aunque nunca concretaban qué irresistible fuerza les retenía allí.
Sí, la victoria de Obama ha eximido al mundo de una catástrofe de proporciones dantescas. La frontera de México no se ha visto bloqueada por millones de seres desesperados que huyeran de la dictadura de McCain, ni Cuba ha tenido que auxiliar a masas de náufragos que desde las playas de Florida se hubieran lanzado al mar sobre cualquier objeto flotante, para acabar a merced de la corriente del Golfo. Las playas de Venezuela no se han visto atestadas de cuerpos agonizantes, azotados por la sed y la hipotermia, que hubieran nadado en pos del piadoso refugio chavista. La victoria de Obama, en fin, ha dado un respiro a las masas torturadas por el liberalismo, una tortura de la que al menos nosotros, los vascos y las vascas, nos sabemos a salvo, gracias a una opresión impositiva no sólo muchísimo mayor a la de cualquier norteamericano, sino bastante mayor a la de cualquier español.
Nosotros estamos a años luz de la codicia y el egoísmo que anima a los republicanos. Como Meryl Streep. Qué ser tan adorable. Cuando estuvo en San Sebastián dijo que si no ganaba Obama a lo mejor volvía para quedarse. Lástima que la victoria demócrata nos haya privado de tan distinguida presencia. Además, habría podido comprar alguna de esas mansiones que la mayoría de los donostiarras jamás verá por dentro. Y es que la política norteamericana ofrece aún más arquetipos, entre ellos, el de los millonarios con alma de resistentes, un ejemplo acabado (y divertido) de hechicería moral.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.