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Columna
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Nuestro aliado americano

En España, y en el mundo entero, se ha seguido con pasión la campaña electoral para las presidenciales de EE UU que en esta madrugada de urnas y recuentos dirimirá quién ha de ocupar los próximos cuatro años la Casa Blanca. Todo apunta que tendremos al candidato demócrata Barak Obama, porque aquel gran país sabe bien la necesidad de encaminarse hacia el cambio que por todas partes se reclama. Los ocho años de George W. Bush han sido nefastos para EE UU hacia dentro y hacia fuera y han dejado sin argumentos a sus amigos y aliados. El balance de este segundo Bush es un desastre cuyo remate ha venido a ser la crisis económica y financiera desatada con epicentro en Wall Street. El déficit, el incremento de la pobreza, las guerras desquiciadas, el recurso a la tortura, los vergonzosos campos de Abu Ghraib y de Guantánamo para "enemigos combatientes", la arrogancia sin sentido del "mission acomplished", el inútil escudo antimisiles, la proliferación nuclear con nuevos sumandos como India, Pakistán, Corea del Norte o Irán, la locura incesante de los neocons que han fracturado la América admirada de la que nos vinieron tantos y tan buenos ejemplos en la política y en el periodismo.

Se impone terminar con las gesticulaciones y fijar con nitidez nuestros intereses

Su "war on terror" ha sido un enfoque disparatado. El terrorismo no se combate con bombardeos sino con servicios de inteligencia. Los terroristas no pueden ser encausados ante tribunales militares que deslegitiman el Estado de derecho. La democracia no puede degradarse imitando los procedimientos sumarios de aquellos a quienes combate. El secuestro de sospechosos para su traslado a campos de interrogatorio en países que desconocen los derechos humanos es un sistema inaceptable para subcontratar la tortura que nos llena a todos los amigos de EE UU de oprobio. Es necesario decir todo esto con urgencia porque somos pro norteamericanos pero queremos serlo a la manera de los propios ciudadanos de aquel país donde muchos de los mejores entienden cumplir sus deberes irrenunciables asumiendo la denuncia de esos abusos.

Nadie puede esperar de nosotros un penoso patriotismo histérico, propio de frontera amenazada, donde se ha de estar todo el día cantando el himno nacional y considerando el disentimiento como un pecado capital de deserción frente al enemigo a la vista. La lealtad de los amigos y de los países aliados incluye los deberes irrenunciables de señalar el desacuerdo frente a las barbaries advertidas. Así lo viene haciendo de manera ejemplar la prensa de mayor prestigio y credibilidad de EE UU. En su libro The news about news. American journalism in peril, Leonard Downie y Robert G. Kaiser (Editado por Alfred A. Knopf. New York) hacen un canto de la prensa escrita que ahora todos quieren enterrar cuanto antes.

Subrayan nuestros autores la búsqueda de la información bajo la superficie de los acontecimientos y cómo es perseguida con diversos grados de determinación, sensibilidad y éxito en los diferentes periódicos. Señalan que el New York Times y el Washington Post contienen cada uno más de 100.000 palabras por día mientras que un informativo de la NBC apenas emite 3.600. Una diferencia cuantitativa que marca la distancia en profundidad y calidad de la información. Y sostienen que el buen periodismo en esta centuria será un indicador clave de la salud de la sociedad americana. Algunas pruebas han podido observarse a lo largo de la campaña de las presidenciales, donde tampoco ha faltado la agresión de la prensa y los medios de obediencia neocon.

Vamos a vivir una madrugada insomne siguiendo los escrutinios de costa a costa hasta saber sobre las siete de la mañana del miércoles quién es el vencedor. Desde luego el sistema electoral de EE UU deja mucho que desear, empezando por la necesidad de inscribirse para tener derecho de voto y siguiendo por la multiplicidad de formas de ejercer ese derecho con máquinas, papeletas mariposa y otras martingalas que se prestan a las más burdas manipulaciones como probaron las últimas convocatorias sin que se haya puesto remedio. Nosotros que tanto retraso tecnológico acumulamos podríamos suministrar en este campo un sistema impecable cuya precisión es reconocida como ejemplar.

En todo caso, el Gobierno debería emprender desde este mismo momento la definición de una nueva estrategia en nuestras relaciones con el aliado americano. Se impone terminar con las gesticulaciones y fijar con nitidez cuáles son nuestros intereses en juego para conjugarlos sin transgredir el respeto a los principios. Debe prepararse con rigor la renovación de los acuerdos de Defensa, reparar las indebidas cesiones de soberanía que se hicieron en tiempos de Ánsar, reconsiderar qué hacemos en Afganistán -the wrong force at the right war, como escribió un reputado analista- y ofrecer con lealtad dónde podemos ayudar. De paso, el Gobierno tendría que trazar nuevos planteamientos de política exterior en aquellos lugares donde somos relevantes. Atentos.

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