'El califa de la Vega Baja'
La tarde del pasado viernes, José Joaquín Moya, alcalde del municipio alicantino de Bigastro, ingresaba en prisión acusado de corrupción urbanística. Durante 25 años, Moya ha sido una autoridad incuestionable en su región, donde llegó a ser conocido como El califa de la Vega Baja. Los periodistas han escrito que el hombre que en la mañana del viernes descendió del furgón policial frente al Palacio de Justicia de Orihuela, no era el mismo que tres días antes era detenido por la policía. En esas 72 horas, José Joaquín Moya se había derrumbado. Cuando comprendió que su carrera política estaba acabada, firmó su renuncia como alcalde.
El caso de Moya es el de los políticos a quienes la facilidad para el triunfo y una excesiva permanencia en el poder termina confundiendo. Habilidoso, populista, su autoridad alcanzaba más allá de los límites de su pueblo, Bigastro, en una extensa red de alianzas y favores que estableció a lo largo del tiempo. Tras perder los socialistas la Generalitat, se creyó que su ascendiente desaparecería, pero supo conservarlo maniobrando con habilidad. Aunque, en los últimos años, su proyección era cada vez más menguada, las alianzas con unos y otros le permitían mantenerse a flote.
Las denuncias que han acabado con su carrera política se habían producido con anterioridad, pero nunca pudo probarse nada. Estos delitos, cuando se producen, son difíciles de demostrar porque rara vez se obtienen pruebas. La propia sociedad es renuente a aportarlas, como demuestra la conducta de los bancos. La Justicia, por su parte, es lenta, y vemos eternizarse los casos de Fabra, de Hernández Mateo, de Díaz Alperi, de Medina. Hay acusaciones, hechos escandalosos que suceden a la vista de todo el mundo, pero falta ese detalle último, inapelable, que prueba la existencia de la falta.
En el caso de Moya, se creó un clima de confianza y de impunidad reforzado con el tiempo. Además, en cada votación, Moya era reelegido por sus paisanos, y la victoria avivaba la idea de que todo le estaba permitido. El político tiende a pensar que el triunfo en las elecciones legitima su conducta y le permite cualquier acción que emprenda: acaba de decirlo Font de Mora para justificar sus experimentos con los estudiantes.
Después, estaba el apoyo del partido a quien este hombre prestaba un servicio: ganaba elecciones, aportaba diputados para acceder a las instituciones provinciales. Todo esto supone dinero, influencias, puestos de trabajo, votos en las asambleas. Son las viejas maneras del caciquismo que aparecen transformadas, pero que jamás se extinguen porque el poder las necesita y las favorece. Quienes hace unos días se sentaban a la mesa con José Joaquín Moya para homenajearle, ¿pensaban que su conducta -conocida en toda la Vega Baja- representaba los objetivos del Partido Socialista?
En estas ocasiones, hay que volver los ojos hacia Leonardo Sciascia, que conoció el mal de cerca: "Si no se vuelve a pedir a las personas una declaración precisa de lo que son, de lo que hacen, de cómo viven; si no se vuelve a juzgar una acción por lo que es, sin pararse a considerar si fue hecha con la mano izquierda (que sabe lo que hace la derecha) o con la mano derecha (que sabe lo que hace la izquierda) temo que ninguna reforma o revolución consiga sacar a la proverbial araña del proverbial agujero, imagen perfectamente pertinente de la situación, que debería incluso multiplicarse: tantas arañas, tantos agujeros".
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