Arquitectura del bienestar
Al contrario de la economía financiera, que no ha tenido control, el urbanismo y la arquitectura han estado regulados por múltiples y detalladas leyes del suelo y normas edificatorias de todo tipo. La minuciosidad ha llegado a ser tal, que los planes y proyectos casi los podría dibujar el Autocad sin intervención humana. La experiencia nos enseña que todo ello no ha sido suficiente para evitar la especulación y que si el mercado por sí solo no produce ciudad, el exceso de normas y leyes tampoco lo garantiza.
Al margen de la edificación masiva, que no aspira a otra cosa que el valor inmobiliario, cuando hablamos de arquitectura podemos diferenciar múltiples escuelas. Simplificando, se me ocurre que hay una arquitectura casi escultórica, autorreferencial en la repetición de composición y materiales, que permite reconocer a su autor a primera vista y llega a subordinar el programa al proyecto. En el lado contrario está la arquitectura que buscando esconderse en el paisaje y pasar inadvertida, se desarrolla bajo el imperativo de la memoria, eludiendo por un lado la inevitable modificación del paisaje, sea urbano o rural, por la acción del hombre y, por otro, la irresoluble contradicción esencial del edificio: su intrusismo en la escena.
La obsesión por los estándares no siempre es sinónimo de buenas prácticas urbanas
Hay arquitectos para quienes lo fundamental es la construcción y la función, armar racionalmente el rompecabezas con los distintos elementos de la obra y dirigir la función que en la prueba de fuego, cuando el edificio empieza andar, suele revelar su rigidez. Hay una arquitectura espectacular que dibuja primero el icono transformador, el volumen y la forma que nacen con la ambición de cambiar su entorno y de darse a conocer, aunque sea a costa del exceso de espacios y volúmenes y de la falta de adecuación en la economía.
Luego están las imposiciones de los buenos urbanistas que, desconfiando del arquitecto que va a desarrollar el edificio, lo dibujan todo en los planes. Por último, pienso en los profesionales de la sostenibilidad, entusiasmados con introducir de una vez todos los sistemas y mecanismos para que el edificio sea tecnológicamente perfecto, aunque en ocasiones se olviden de la arquitectura. Como quiera que sea, la praxis acaba llevándonos a asumir cierto grado de relativismo al respecto. Cito tres ejemplos.
A veces se plantea una transformación del entorno que nace de un proyecto lanzadera. Pensemos en el Guggenheim, convenza más o menos, y su efecto sobre el sector de Abandoibarra en Bilbao, o en la intervención de Renzo Piano en el puerto de Génova. A una escala más comedida, el edificio racional con guiños regionalistas de Julio Cano para el Auditorio de Galicia ayudó a revitalizar, con medidas sociales complementarias, todo un barrio de Santiago.
La obsesión por los estándares no siempre es sinónimo de buenas prácticas urbanas. Aquellas edificaciones de los años 60, insulsas tomadas una a una, formaron entre todas las calles que la ciudadanía convirtió en espacios de disfrute y pueden contraponerse con ventaja a algunas nuevas urbanizaciones con amplias calles y plazas que cumplen todos los estándares legales pero, por su mismo exceso, no son capaces de crear esos lugares encontradizos.
La arquitectura también la hace uno mismo. La parte de mi casa en la que me encuentro más a gusto da a un patio trasero, sin vistas pero con buen sol y silencio; he plantado en el balcón unas cañas que silban con el viento y proyectan sus sombras móviles en la pared. Ese espacio seguramente no cumple hoy las normas de habitabilidad, pero no lo cambiaría por ningún otro.
En el marco de creciente complejidad en que nos movemos, arquitectura no es tanto una escuela o un estilo como una urdimbre hecha de creatividad, tecnología, individuo, urbanismo, paisaje, materia, sostenibilidad, sociedad, política, normas, economía, cliente, cultura y belleza. Al igual que nos pasa con el arte, la literatura o la música, no podemos renunciar a la emoción en la arquitectura.
Más allá de normas, leyes, géneros o modas, lo que importa es que la arquitectura genere bienestar. Si lo consigue, probablemente se trasladará a lo largo del tiempo y permanecerá para convertirse en memoria colectiva que se irá apreciando de distinto modo por las sucesivas generaciones.
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