Años perdidos
A ver ahora Luis Aguilé, el autor de la oda a Marina d'Or, qué diablos canta. Marina d'Or es el penúltimo episodio, más de doscientos trabajadores a la calle. El expediente de regulación de empleo anunciado ayer sigue a los de Lladró y Ford, o a suspensiones de pagos como la de Llanera, por citar algunas de las estrellas más rutilantes del firmamento empresarial valenciano. Ahora, al volver la vista atrás, queda más ridículo que nunca el falso crecimiento de estos años de supuesta bonanza, tiempo perdido. No es ya que el crecimiento de estos años fuera insostenible, sino que además era quimérico como la falsa moneda de las grandes finanzas. Pero a aquellos que en los tiempos del boom se atrevieron a decirlo, los llamaron agoreros y poco menos que los tacharon de apocalípticos. Y eso que, según aseguran, ¡ahora!, los expertos, lo peor está por llegar.
Dicen que la política es el arte de lo posible y que su misión es inventar el futuro ¿Pero el futuro era esto? Las bellas palabras sobre la importancia de invertir en I+D se han quedado en eso, en pura retórica de vendedor de feria de las vanidades por la que en estos años de vacas gordas han desfilado las primeras figuras del universo mundo subidas a grandes veleros, coches de carreras o al bendito papamóvil. Años en los que se nos dijo que el Dorado era Terra Mítica, se nos aseguró que la tierra prometida era Mundo Ilusión o se nos quiso hacer creer que al paraíso se podía llegar en un fórmula 1. Eduardo Zaplana, Carlos Fabra y Francisco Camps, tres apóstoles de un mismo discurso. Lo dice un personaje de Oscar Wilde: no hay nada más lamentable que hablar como un tratante de ganado, sobre todo cuando no se es un tratante de ganado.
Y sin embargo, la amenaza de las recalificaciones urbanísticas sigue, mientras las encuestas auguran mayorías de vértigo para los grandes gestores de la depredación. ¿Qué hacer? ¿Queda algún resquicio para el optimismo de la voluntad cuando el pesimismo de la inteligencia es tan grande? Tal vez sólo nos quede la ironía, el asalto de la risa, ante el que decía Mark Twain, nada se sostiene en pie, aunque solo sea para que nuestras arrugas sean el gesto de viejas sonrisas. Un Mark Twain que pensaba que nuestras vidas serían infinitamente más felices si pudiéramos nacer con ochenta años y progresivamente acercarnos a los dieciocho, o incluso, como le gustaría a mi padre, a los cinco. Entonces todo nos parecería más grande, o por lo menos más hermoso. Decía el creador de Huckleberry Finn que cuando un hombre regresa a la casa de su infancia, siempre resulta que se ha encogido; no hay ninguna casa que sea tan grande como uno la recuerda.
¿El futuro era esto? Probablemente las casas de nuestra infancia han desaparecido víctimas de la especulación urbanística, como tantos paisajes que solo quedan ya en nuestra memoria. Así que en busca del tiempo perdido, solo nos quedan los placeres de la amistad, del buen cine, de la música y de la literatura. No está mal. Carpe diem y el último en salir que apague la luz... si es que no nos la han cortado ya.
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