Caída hacia la depresión
El crash bursátil actual no puede explicarse fácilmente por una sola causa, ni siquiera por la confluencia en el tiempo de las razones tópicas que se esgrimen como letanías ante cualquier descenso brusco y persistente de los mercados. Sí, cierto, la economía global vive una crisis financiera con muy pocos precedentes -ya dirán los estudiosos en qué se parece a la depresión iniciada en 1929 o del largo periodo de anemia financiera en Japón- e incluso también es cierto que los inversores están descontando una recesión económica mundial de duración desconocida. Pero ese sombrío panorama no justifica hundimientos bursátiles de casi el 50% en periodos de tiempo muy cortos, incluso después de anuncios de planes muy radicales de rescate bancario en Europa y en Estados Unidos. Si el pánico en las Bolsas no se cura con intervenciones públicas masivas, como demostró el viernes otro hundimiento histérico de los índices mundiales, precisamente en el aniversario del crash del 29, quizá sea el momento de introducir nuevos elementos para comprender las peculiaridades de esta crisis que amenaza con convertirse en una depresión.
Uno de esos factores nuevos es el pobre reconocimiento que tienen los inversores de la capacidad de la clase política y económica para enfrentarse a una crisis de depreciación mundial de activos para la que no existen recetas conocidas. Apoyan este temor ampliamente extendido -no hay que olvidar que ésta es la primera gran crisis financiera cuyos miedos pueden extenderse urbi et orbi por Internet- la evidencia de que no hay una autoridad mundial coordinada para organizar una respuesta también global y el hecho de que tanto la Secretaría del Tesoro y la FED, como los Gobiernos europeos fueron dando tumbos durante varias semanas antes de escribir el tratamiento económico definitivo del crash financiero, que, como se sabe, es una mezcla variable según países entre adquisición de activos de las entidades financieras atrapadas con títulos basura, participación en el capital de los bancos afectados y ventanillas para cambiar activos sanos por liquidez. Así pues, el pánico bursátil se compone también de una percepción pesimista sobre los gestores de esta crisis: ninguno de ellos, ni en el campo político ni en el empresarial, tienen experiencia de un crash reciente de gran envergadura. Posiciones poco consistentes, como la expresada por Nicolás Sarkozy en el Parlamento de Estrasburgo, alimentan el recelo de que algunos responsables políticos no acaban de comprender la gravedad de la situación.
La caída libre de las cotizaciones se acentúa debido a otras circunstancias agravantes. Los agentes que venían poniendo suelo en los mercados, comprando y moviendo títulos en momentos de baja, se han esfumado. Los bancos de inversión han dejado de cumplir esa función, por razones obvias, y casi ni siquiera forman parte ya del paisaje bursátil; los bancos comerciales están más preocupados por su falta de liquidez que por acudir a los títulos de renta variable en tiempos de Bolsa escandalosamente barata. También han desaparecido las operaciones corporativas. La Bolsa está totalmente desestructurada, sin anclajes ni soportes vitales; puede proseguir en caída libre hasta que una acción política o administrativa drástica la interrumpa.
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