Carta a Harding
Apreciado señor Daniel Harding:
Dice usted que considera la posibilidad de asumir la titularidad musical del Teatro Real. No sabe cuánto se lo agradeceríamos. Nuestras quietas aguas líricas necesitan con urgencia cierta agitación, no digamos ya el tsunami que usted sería capaz de provocar. Pero añade que no conoce "el teatro ni la orquesta". Verá, es diferente de la London Symphony Orchestra, con la cual actuó ayer en el Auditorio Nacional interpretando la Música para cuerda, percusión y celesta, de Béla Bartók, y la Primera Sinfonía de Brahms. Para empezar, aquí no tenemos esa figura que sale a escena con los músicos no para tocar, sino para observar atentamente que a nadie le falta nada: la partitura, el atril, la silla, esas cosas. Tras comprobar que todo está conforme, el caballero en cuestión indica al primer violín que puede dar el la para la afinación y acto seguido se retira discretamente. Nosotros somos menos sistemáticos, afrontamos los problemas conforme surgen. Pero eso es lo de menos.
Da las entradas justas y construye el sonido, no lo impone por decreto
Importa más el la. Su solista da un solo la, inapelable, al que el resto de la orquesta se suma en apenas 10 segundos, cronometrados. Aquí tanteamos más, procedemos por ensayo y error y al cabo de un rato damos con algo que se aproxima bastante a la nota de referencia. Y eso es un problema para los unísonos de la obra de Bartók, que tan compactos sonaron la otra noche. Bien es cierto que todo es cuestión de paciencia.
Pero es sobre todo su forma de dirigir que podría encontrar alguna dificultad de adaptación. Usted no dirige con batuta, lo hace con las manos peladas. No es usted un director de mando y ordeno y en su faceta de enfant terrible ha escandalizado no poco al milieu rechazando de plano la figura del conductor-dictador. De hecho, usted da pocas entradas, las justas, y cuando lo hace emplea gestos de abajo a arriba, construye el sonido, no lo impone por decreto. Inclina el tronco hacia adelante, como si quisiera convertirse en un músico más, y sus amplios movimientos de brazos atienden fundamentalmente al fraseo y la expresión. Sublimes pianissimi en Bartók. Sus referencias son Rattle y Abbado, pero yo pensé también en Bernstein. Permítame que le diga que nuestras orquestas líricas o suenan o no suenan, no hay mucho matiz en la zona intermedia.
A usted, precisamente, le han acusado de atender en exceso al detalle, olvidando la estructura. Es decir, le han echado en cara cierto efectismo. Es cierto que es hombre de contrastes, le gusta recrearse en los tiempos lentos y mostrarse muy enérgico en los rápidos. Hace años, cuando alguien le pidió que definiera en una sola palabra su forma de dirigir, usted mismo contestó: "Rápido", aunque más tarde se cansó de que por encima de otras cosas valoraran su velocidad. A mí me pareció que en las dos obras estuvo usted muy atento a las proporciones, no sólo metronómicas, sino también dinámicas y tímbricas, y al final las estructuras lucieron transparentes y soberbias.
También se ha cansado usted de ser valorado sólo por su juventud. A sus 33 años (Oxford, 1975) empieza a exigir otras consideraciones, y lleva razón: a su edad, Schubert llevaba dos años bajo tierra. Pero en este sentido puede que se encontrara bien entre nosotros: la democracia vino aquí de la mano de la juventud y nuestros dirigentes siguen siendo mayoritariamente jóvenes. Ahora bien, se escuchan poco. En las Cortes, mientras uno predica, los suyos se rompen las manos aplaudiendo, mientras los de enfrente le abuchean. Usted mismo se dio cuenta ayer de que escuchar no es nuestro fuerte: ya pueden repetirnos que apaguemos los móviles, que había de sonar uno en pleno andante sostenuto de la sinfonía brahmsiana. Eso puede representar para usted una dificultad añadida: ese fraseo que pasa de la cuerda a la madera y de allí al metal precisa mucho oído de unos y otros para que salga como salió en el Auditorio.
En fin, le digo esto en atención a eso tan maduro que le confesó al compañero Mantilla [ver EL PAÍS del lunes]: que cada vez tiene más miedo de equivocarse. Por si pudiera serle de utilidad.
Atentamente.
Babelia
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