Un antes y un después para el jazz
El festival de Barcelona del género celebra 40 ediciones llenas de historia
En la España franquista de 1966 la palabra jazz significaba muy poca cosa para el común de los ciudadanos y, a menudo, arrastraba connotaciones bastante negativas. Lejos en el recuerdo quedaban las décadas de 1930 y 1940, cuando el jazz reinaba en las salas de baile. De ser la música popular del momento había pasado a convertirse en música de minorías frecuentemente marginales y no siempre bien vistas. En Barcelona, en cambio, un visionario promotor, Juan Roselló, había conseguido crear un limbo en el que se mezclaban sin pudor distintas capas de la sociedad atraídas simplemente por el ritmo del jazz: se llamaba Jamboree y estaba en la plaza Reial. Allí los liceístas de pro y los marineros de la Sexta Flota convivían con jóvenes universitarios y la muy curiosa fauna que poblaba la plaza en aquel entonces, cuando los coches aparcaban en su interior.
Roselló, animado por el éxito de su cave, que seguía el ejemplo de las que ya existían en París, decidió que había llegado el momento, también siguiendo el ejemplo francés, de convertir el jazz en música de concierto. Primero fue un tímido (pero apoteósico) intento con la orquesta de Duke Ellington y doña Ella Fitzgerald, e inmediatamente después (en octubre de 1966) lanzó a los cuatro vientos el primer Festival Internacional de Jazz de Barcelona con un cartel que todavía hoy cortaría la respiración al aficionado más curtido. No fue el primero que organizó conciertos de jazz en Barcelona, pero por la singularidad y la calidad del evento se desmarcó inmediatamente de cualquier intentona anterior. Era jazz de altos vuelos, muy altos, que marcó un antes y un después no sólo en la escena barcelonesa, sino en todo el panorama cultural peninsular.
Si nos atenemos a la frialdad de los papeles, el festival barcelonés no fue el primero que se fundó en la Península, El mismo verano de 1966 otro grupo visionario auspiciado por el Centro de Atracción y Turismo (CAT) de San Sebastián había puesto en marcha un certamen de corte amateur que en pocos años se convertiría en el festival con mayor autoridad de la Península; pero no hay que llemarse a engaño: mientras que San Sebastián se movió varios años en el amateurismo, el festival barcelonés ya desde el primer día fue un escaparate del mejor jazz internacional. Puede afirmarse con poco riesgo de error que todos los nombres significativos del jazz de los años sesenta y setenta pasaron por el escenario del Palau o de Santa Maria del Mar.
Baste recordar que ya en la primera edición se reunieron figuras de la talla de Sonny Rollins con Max Roach, Stan Getz y Astrud Gilberto (la Chica de Ipanema asolaba el mundo), y Dave Brubeck, y que en años sucesivos actuaron desde Miles Davis hasta Sun Ra, de Coleman Hawkins a Albert Mangelsdorff, Sarah Vaughan, Duke Ellington, Charlie Mingus, Oscar Peterson, Count Bassie, el Modern Jazz Quartet..., dejando muy clara la apertura de sus organizadores a todos los estilos del jazz.
El festival barcelonés cambió la forma de entender el jazz en la sociedad del momento, convirtiendo una música de prostíbulos (ahí había nacido en los albores del siglo XX, en Nueva Orleans, y a ellos había regresado en la Barcelona de 1950 y 1960) en música de escenarios sinfónicos tan respetada y respetable como cualquier otra. Afirmación histórica que se ha ido manteniendo a lo largo de las décadas y de las diferentes manos por las que ha pasado la dirección del evento: el jazz en España (y de rebote otras músicas) no significaría lo que hoy significa si no hubiera existido este festival.
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