Lo superfluo
Nos hemos hartado. La ornamentación vuelve a marear. A tono con la crisis, la tendencia dominante en las ferias de diseño es la austeridad. "La mediocridad complica. La genialidad simplifica". Esa máxima debería enseñarse, en cualquier idioma, en Educación para la Ciudadanía. Se evitarían timos y se terminaría la picaresca de la retórica. Pero esa asignatura debería enseñar también lo contrario: la importancia de lo superfluo, ese término tan relativo como apasionante que en Italia (¿dónde si no?) tiene una academia dedicada a estudiarlo. Sin lo superfluo, la vida se torna hueso. Y, con la esencialidad llevada al paroxismo, hasta la existencia corre el peligro de convertirse en prescindible.
Las horas apuradas y las estancias desnudas sólo ofrecen reposo cuando uno llega a ellas cargado, pleno. En los momentos difíciles, la vida se hilvana gracias a lo superfluo. Las civilizaciones han sobrevivido a partir de los grandes avances, pero se han desarrollado siempre a partir de las cosas inútiles: la poesía, el arte o la música. Es cierto que en la naturaleza, que es un lugar sumamente ornamentado, nada parece superfluo, anecdótico o prescindible. Ni en la más cursi de las flores podríamos señalar pétalos superfluos. Tanta variedad, y cada cosa en su sitio, da que pensar. Un diseño que escatima curvas, colores o materiales es un diseño cojo, aunque base su fuerza en esa cojera. El diseño puede permitirse una dimensión superflua cuando se esfuerza en dar algo más. Aunque a veces, para lograr esa pequeña emoción que es el valor añadido, tenga que plantearse con humildad que lo mejor es simplificar. Así las cosas, defina superfluo antes de criticarlo.
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